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Un héroe prohibido


¿Cómo recrear —pregunta Bayer— un movimiento que represente a los postergados haciéndolos sentir protagonistas? La vida del anarquista Horacio Badaraco es testimonio de esa búsqueda. Hijo de banqueros, reprimido durante y después de los primeros gobiernos radicales, siempre atento a la voz tronante y vindicadora de la dinamita, Badaraco murió en agosto de 1946 diciendo del peronismo: "es el castigo de nuestras insuficiencias en materia y en vida política".

¿Cómo hacer? es la pregunta. ¿Cómo re-crear un movimiento que represente legítimamente a los postergados hacién­dolos sentir protagonistas? La misma pregunta se hizo en la década del ’30 un luchador admirable, un hombre hoy ab­solutamente desconocido, olvidado, ta­pado por los pequeños intereses de ca­pillas y sectas intelectuales y políticas. Una figura que sólo puede compararse al Agustín Tosco de veinte años des­pués. Hay entre ellos como una línea constante. La esperanza está en que en éstos, nuestros años de desorientación, una nueva corriente retome actualizada a la realidad latinoamericana lo ya ini­ciado por los precursores.

DE ANATOLE FRANCE A BAKUNIN

Se llamó Horacio Badaraco. Gorki lo hubiera llamado sencillamente “un hé­roe del pueblo”. Y, para describirlo, ne­cesitaríamos la sensibilidad de un Dostoiewski. ¿Por qué dos rusos? Porque Horacio Badaraco tiene, precisamente, aquellas cualidades de los revoluciona­rios del ’19: ingenuidad, humildad, arrojo, una fe inconmensurable en el ser humano.

Hasta por su origen tiene algo del príncipe Mishkin dostoiewskiano. Ho­racio Badaraco era de una familia muy rica. Su abuelo había sido el gran empresario de La Boca, el de los astille­ros. En su casa se estilaba la mucama uniformada y el valet de guante blanco. En ese hogar nació el 14 de marzo de 1901. Pocas satisfacciones iba a dar ese hijo a sus padres, que de constructores de barcos avanzaban al privilegiado sta­tus de banqueros. A los 11 años ese chi­co que vivía en el barrio de Congreso fue sorprendido varias veces curioseando libros en la librería Perlado, que dedica­ba buena parte de sus anaqueles a la lite­ratura anarquista.

A los 14 años espiaba a través de los cristales del café Gaumont —allí, tam­bién, en Plaza del Congreso, de la mis­ma vereda de la librería Perlado— a los intelectuales anarquistas. Y fue el dra­maturgo Rodolfo González Pacheco quien lo llamó y lo invitó a sentarse a la mesa para que escuchara y debatiera con los socialistas libertarios. Y fue ese González Pacheco —moño volador, sombrero de anchas alas— quien lo invi­tó a escribir en “La Obra”. Tenía 16 años. A través de Zola, de Anatole France, de Eliseo Reclus había llegado a Bakunin, al príncipe Kropotkin. Y co­mo su primera colaboración sorpren­dió, pasó a ser directamente redactor del vocero anarquista.

Años después, Badaraco describirá así su llegada a “La Obra”: “Tiempos de una mayor fe, de una agitación y fuego en las almas, más tenaces y cáli­dos. Yo contaba, para ese entonces, unos dieciséis años escasos. Había, con anterioridad, conocido librescamente las ideas y tratado algunos hombres que las sustentaban. Pero ignoraba los afa­nes y las luchas de los anarquistas. Era necesario algo así como un deseo bien fuerte en mi juventud, ir hacia ellos, vi­vir en comunicación, en hondura y en fe, junto a sus existencias tan perse­guidas y exaltadas, movidas imperiosa­mente hacia el dolor como por un alien­to de tragedia. Debía hallar esa repre­sentación ideal. ‘La Obra’, por ese en­tonces, era una llama de ardor que pro­yectaba una singular atracción en los es­píritus jóvenes. Fui a ella, solo, sin más compañía ni identidad que mis pocos años, y hubo unas manos francas y cor­diales, efusivas y buenas, que una ma­ñana me dieron confianza y compañe­rismo. Yo sé bien la influencia que gra­bó en mí aquel primer contacto con unos hombres bohemios que vivían en una constante dedicación a la vida de las ideas y eran perseguidas. La casa anar­quista, lo que constituía la vida espiri­tual de ‘La Obra’ distaba algo apartada, en un barrio del suburbio... Y ello dotá­bale de un mayor encanto. ¡Cuántas noches, aun con mis libros de texto bajo el brazo marchaba hacia ‘La Obra’! Allí quedaba largamente una, dos, tres ho­ras observándoles, viviendo en la medi­da de mi interioridad en sus afanes, cambiando algunas impresiones, pocas y breves, dado mi natural tímido. Pero aquello significaba una atracción pode­rosa, el descubrimiento de una nueva sociabilidad, la elaboración de mi pro­pia personalidad; fui viviendo un am­biente nuevo, desconocido, que yo lige­ramente había imaginado al doblar de las páginas de mis libros. Eran los com­pañeros...”

Ese joven, apenas un poco más que adolescente, va superando su timidez en la acción. No sólo escribe, con un estilo cada vez más firme y propio, sino que a la palabra escrita acompaña la palabra gritada en el mitin y la acción.

Años fundamentales le tocó vivir al joven Badaraco: los ecos de la Revolu­ción Rusa, que provocaría en la Argen­tina la división del movimiento anar­quista —los que siguieron firmes con su utopía de revolución en libertad, y aquellos que fueron denominados “anarcobolcheviques”, por su apoyo a Lenín—, la “Semana de Enero” de 1919, que luego pasaría a ser la “Sema­na Trágica”, con la sangrienta repre­sión del gobierno radical contra el le­vantamiento popular, y la lucha contra una nueva forma de represión parapolicial, la Liga Patriótica Argentina, los “niños bien”, que salían deportivamen­te a cazar obreros rojos por las calles de Buenos Aires. Pero un hecho iba a mar­car definitivamente a ese joven lucha­dor: la represión militar enviada por Yrigoyen contra los obreros huelguistas de la Patagonia. En esos meses, Badaraco fue uno de los que más agitó para que se ayudara a los trabajadores que ha­bían sido abandonados a su propio des­tino. Un año después, debió decidirse: tenía que cumplir con el servicio militar. En general, por principio, los anarquis­tas no se presentaban. O desertaban al Uruguay o adoptaban otros nombres. Badaraco creyó más importante cumplirlo para agitar desde adentro, pa­ra hacer propaganda revolucionaria en las propias entrañas de ese militarismo tan reaccionario como era el argentino. A fines de enero de 1923, frente al cuar­tel de Palermo, donde Badaraco es recluta, un anarquista alemán llamado Kurt Gustav Wilckens mata con una bomba y siete certeros balazos al tenien­te coronel Varela, el represor de los obreros patagónicos. El hecho conmo­cionó al país. El conscripto Badaraco reparte volantes en el cuartel recordan­do la matanza de obreros patagónicos.

PROLETARIOS ENTRE REJAS

De inmediato es detenido y acusado de señalar al alemán Kurt Wilckens quién era Varela. Es torturado bárbara­mente y encerrado en la prisión na­cional, en las peores condiciones. Du­rante los ocho meses que permanecerá en la cárcel será el defensor de los pre­sos. Escribirá artículos que son sacados por distintos conductos de la prisión y aparecerán en el periódico anarquista “La Antorcha”. En ellos describirá el sufrimiento del “proletariado entre re­jas”, como llama él a los condenados. Sus escritos han dado testimonio de la ignominia del régimen carcelario duran­te el gobierno radical, que en nada había mejorado las condiciones en que se hallaba durante el antiguo régimen. Ushuaia, Sierra Chica y prisión na­cional son nombres que quedaron como estigma de la sociedad argentina.

Tal vez, un sólo párrafo de su “Bre­viario de los reclusos” nos pueda dar aunque en forma muy pálida, un reflejo del alma solidaria y evangélica de este joven revolucionario. Se refiere al día domingo de los presos, cuando los fami­liares les traen algo de comida: “No­sotros, los reclusos bien sabemos lo que una ofrenda significa. Aquellas frutas coloreadas, tan atractivas, tan soleadas y hermosas, traen toda la frescura de un huerto humilde en brazos de aquella niña; y esos panes dorados que alcanza esa viejecita al compañero judío poemizan todo el encanto del sábado hebreo. No hay cosa mejor que pueda hablar al co­razón de los presos que esos días de ofrenda. Pero por qué la cárcel nos habla del recluso sin ofrendas, sin co­municación, sin alborozo dominical. Nosotros, los reclusos, bien sabemos la honda tragedia del prisionero. El an­ciano, el muchacho venido de lejos, el extranjero, quedarán olvidados, sin ofrendas. Hagamos un gran lazo de unión con las cárceles, una bondad a tiempo, una efusión, un convencimien­to, el revivir idealmente una nostalgia, el despertar un gran fuego de amor: he aquí la ofrenda que no será venida en domingo pero que descenderá amorosa­mente de nuestro corazón.”

Cuando salga de la cárcel, como en una novela de Gorki, este hijo de acaudalada familia unirá su vida a una obrera del vidrio: la española Ana Ro­mero. Escribirá a sus padres renuncian­do a toda herencia, a todo bien que le hubiera podido corresponder. Se gana­rá la vida como lavador de coches y en las horas libres será redactor de “La An­torcha”, el periódico del anarquismo combativo.

El primer domingo libre irá a visitar la tumba de Kurt Gustav Wilckens, el ale­mán anarquista que había vengado a sus compañeros patagónicos y que acababa de ser asesinado en la prisión por un “niño bien” de la Liga Patriótica. Escribirá una nota que titulará: “Calle 3; tablón 4, sepultura 58”, una bella pá­gina de literatura proletaria. La humilde tumba del héroe extranjero. “Leemos —dice— en el latón que índica su tum­ba: ‘Kurt Wilckens. Falleció a conse­cuencia de su ideal. En la mente de sus compañeros queda grabada su acción’. Quedamos un tiempo incontable, una o dos horas, silenciosamente, ante la se­pultura 58. Un sin fin de ideas y de re­cuerdos se asocian a nuestros pensa­mientos. Esas manos anónimas, obre­ras, representan para nosotros una fuer­za ideal que no perecerá jamás, que bro­tará permanentemente hacia la vida. Fueron las que procuraron flores a su tumba y esa recordación de que en la mente de sus compañeros quede graba­da su acción. ¡Qué sencillo y hermoso es todo esto! Es como aquel campesino ru­so que a la muerte de Kropotkin cruzó a pie la inclemencia de la estepa para, a falta de un recuerdo en su tumba, ayu­dar a cavar la tierra helada y endurecida de su fosa. El sabía que había muerto un santo, y la tumba de un santo debía ser cavada por los brazos toscos de un cam­pesino.”

En su párrafo final del adiós al caído, dice: “Volvemos a la ciudad algo intranquilos, con una fuerte esperanza, como en aquella mañana de sol en que Kurt hizo vibrar en los aires, cara a la fiera, la voz tonante y vindicadora de la dinamita”.

A tres temas se dedicará el recién sali­do de la cárcel: el antimilitarismo, la de­fensa de la mujer y la educación ra­cionalista y antiautoritaria. Los consi­dera esencial para la liberación del hombre. Pero también eleva su voz aira­da ante la matanza de indios que se co­mete en Chaco y Formosa que se hace en nombre de la civilización. Los “salvajes civilizados" —como los llama Badaraco— cometieron en 1924 la expoliación y el crimen con los indios mocovíes, con ayuda de la gendarmería y el silencio del gobierno radical. Ante el fuego de fusile­ría, los indígenas trataron de defenderse con danzas rituales que les sugería su re­ligión para defenderse del mal. Fueron asesinados así centenares de hombres, mujeres y niños, y quemadas sus tolde­rías. “La mayoría de las grandes fortu­nas americanas —escribe Badaraco— se han labrado sobre esta base, la con­quista y reducción del aborigen; los Unzué, los Alvear, los Alzaga, los Anchorena y otros ilustres apellidos de la aris­tocracia criolla han conseguido desta­carse del conjunto de estas empresas; los Barthe en el norte y los Braun Menéndez en el sur, como las empresas de frigorífi­cos en las costas patagónicas o de las grandes cabañas o estancias levantadas sobre los pies de los Andes, no han obra­do en distinta forma, y análogos proce­dimientos se emplean en las industrias del vino y del azúcar.”

TRAIDOR A DOS PATRIAS

A esa segunda mitad de la década del veinte no le faltarán temas para la lucha. El nombre de Sacco y Vanzetti recorrerá el mundo. Los obreros argentinos harán paros generales con actividad en las calles. Hay atentados contra la embaja­da de Estados Unidos y edificios de empresas norteamericanas. En una gran manifestación en Plaza del Congreso es quemada una bandera norteamericana. La policía acusa a Horacio Badaraco y a Alberto Bianchi del hecho. Dos hom­bres de “La Antorcha” anarquista. Nadie cree en la acusación, todos sa­ben que se ha acusado a los hombres más consecuentes con sus ideas y por eso más peligrosos. Se les inicia juicio bajo el pomposo nombre de “traición a la patria” por quemar la bandera de un país amigo. Hasta parece una traición del inconsciente de ese gobierno de Alvear. Badaraco inicia una huelga de hambre, pero de esas sin jugos ni inyec­ciones. “La Antorcha” informa en su boletín especial de ese 14 de agosto de 1927. “A ‘La Antorcha’ no la enmude­ce nadie; ‘La Antorcha’ no es un chanchito de goma, lleno de viento que cualquier perro tarasconea y desinfla. Van a morder fierro aquí. No saben los burros que la palabra anarquista no muere en un día ni en una noche. Será siempre peor si nos meten en la cárcel. Hay cien más para llenar esta página y después todavía quedan los otros, que no saben escribir pero que saben dar unos fierrazos macanudos. Y esto no es drama ni chunga. Es una fija que les adelantamos. Badaraco lleva ya cuatro días de huelga de hambre y Bianchi dos. Los dos están incomunicados.” A dos semanas de iniciada la huelga de hambre se pliegan a la misma todos los presos del Departamento Central de Policía, de la cárcel de encausados y de Villa Devo­to. Al gobierno radical no le conviene esta complicación. Pese a las pruebas fraguadas por Orden Social —la policía política de aquellos tiempos— los jueces ordenan la libertad condicional de los dos libertarios.

Pero poco le durará la libertad a Ba­daraco. Seis meses después es condena­do a un año de prisión —a cumplir— por “apología del crimen”. La justicia se basa para ello en un artículo sobre Wilckens, en el cual Badaraco justifica la actitud del vengador.

Pero la prisión sólo servirá para forta­lecer aún más la fe revolucionaria y el sueño del socialismo libertario de Bada­raco. Vendrá enseguida la campaña por la liberación de Simón Radowitzky. Habrá huelga generales hasta en el pueblo más pequeño de la República. Tiempos en que los trabajadores salían a la calle más por solidaridad que por el propio salario.

Pero ya había otro factor que no deja­ba dormir a ese hombre de lucha: la fal­ta de unidad de las izquierdas. En el mis­mo anarquismo se había producido una división que llevaba a una lucha fraticida y las páginas de los periódicos de lucha se preocupaban más de acusar al hermano de ideas que de luchar contra el enemigo común. El movimiento obre­ro, dividido en tres centrales, se debilita­ba cada vez más. Esta decadencia fue patente en el golpe militar de Uriburu, en setiembre del ’30. Ese movimiento obrero que había vivido tantas epopeyas de lucha no había logrado paralizar el país en repudio a ese régimen dictatorial con su ministerio de Barrio Norte. Y la represión, por supuesto, cayó contra los verdaderos revolucionarios. Fusila­mientos, clausura de periódicos y sindi­catos, el penal de Ushuaia para los ar­gentinos, la expulsión del país para los extranjeros.

Badaraco siguió luchando los prime­ros días para sacar así volantes de resis­tencia y “La Antorcha”, pero final­mente fue detenido y enviado a Ushuaia. Es el momento en que los mili­tares se dan el gusto. En el trasporte “Chaco” meten —en las sentinas— a 860 detenidos, en un lugar para apenas 150. Van juntos presos políticos y co­munes. Badaraco promueve una asamblea, en la que se elige a una dele­gación para ver al capitán del buque. Sólo pide que se dejen abiertas las bode­gas para que los presos puedan respirar. Badaraco llevará la voz de los perse­guidos. Pero no es gratuita la actitud. Cuando llegan al penal de Tierra del Fuego le dan la bienvenida con la habi­tual paliza con cachiporras. Un año y cinco meses pasará en esa prisión en condiciones degradantes sin poder escri­bir ni recibir una carta de sus seres queri­dos. Pero la prisión le servirá para to­mar contactos con otros luchadores de otras ideologías. Junto a sus compañe­ros anarquistas Mario Anderson Pache­co, Miguel Angel Angueira, César Bal- buena, Luis Oneto, David Grinfeld, Domingo Varone, Francisco Rivolta, Roque y Vicente Francomano, estaban los comunistas Manzanelli, José Peter, Genónimo Arnedo Alvarez, pero tam­bién trotzkistas, socialistas combativos, sindicalistas puros. Allí comenzaron a llamarse compañeros.

El 2 de marzo de 1932 regresaron en el transporte “Pampa”. El cronista de “Crítica” está impresionado por el esta­do Físico de los ex presos. De Badaraco escribirá: “Tenía una sonrisa buena y resignada como la de Jesús”.

Pero no eran tiempos de resignación. A la triste y bruta dictadura militar iba a seguir la década infame, con otro mili­tar, el general Justo, ayudado por con­servadores, radicales y socialistas. La CGT había surgido con un comunicado de alabanza al dictador Uriburu, mala partida de nacimiento. La realidad era que las verdaderas organizaciones de lucha habían sido barridas, vencidas. ¿Era posible seguir con las mismas dis­cusiones y divisiones de la década del veinte?

LA UTOPIA, SIEMPRE

Badaraco seguía creyendo en su so­cialismo en libertad, en la revolución antiautoritaria, pero fue alejándose de la ortodoxia. Buscaba desesperadamen­te un nexo con aquellos que querían también una sociedad más justa. Quería la unidad de los que luchan. Es cuando comienza a simpatizar con el pensa­miento del espartaquismo alemán, cuya ideóloga había sido Rosa Luxemburg. Pero no por su base marxista sino por esa especie de radicalismo utópico que trataba de imprimir al proletariado la pensadora asesinada en Berlín. Es así como con dos compañeros anarquistas, Domingo Varone y Antonio Cabrera funda SPARTACUS, Alianza Obrera y Campesina, que en su primer llama­miento convocaba a “obreros, campesi­nos y soldados a luchar por el socialis­mo”.

El grupo Spartacus logrará su máxi­ma actividad en la célebre huelga de la construcción de 1935-36. El Sindicato de Albañiles estaba dirigido en aquel en­tonces por los comunistas. Pero todo el movimiento obrero se solidariza con ellos. El Gran Buenos Aires se transfor­ma en una cadena de ollas populares pa­ra los huelguistas y sus familias, for­mándose lo que se dio en llamar "el cor­dón rojo”. El 7 de enero de 1936 se declara la huelga general de todos los gremios en apoyo a los albañiles y la misma se prorroga 24 horas más. “Las persecuciones que la rodearon —escribe Marotta, que ideológicamente estaba en contra de quienes dirigían la huelga—, las detenciones, clausuras y deporta­ciones; los muertos y heridos registra­dos en choques con la policía en Villa Urquiza, Liniers, Nueva Pompeya y Villa Soldati, no impidieron que a los 96 días de estallada, terminase con el triun­fo de los obreros.”

Fue el momento de gloria para Bada­raco quien había comprobado que los triunfos se hacen sólo sobre la base de la unidad de los luchadores. Pero pronto volvieron las divisiones, las luchas intes­tinas. Por culpa de todos.

En 1936 Badaraco marchará a Espa­ña a luchar con el pueblo español contra Franco, sus militares, sus curas, sus es­cuadras fascistas. Allá colaborará con las columnas anarquistas y en los pe­riódicos “Solidaridad Obrera” y “Ju­ventud Libertaria”. De allá volverá con el mismo convencimiento de siempre: la falta de unidad lleva a la derrota, inelu­diblemente.

A su regreso sufre el primer infarto cardíaco. Pero sique, en las páginas de “Spartacus” su búsqueda de unidad. Era muy difícil eso de tratar de unir el agua y el aceite. Sus viejos compañeros de ideas lamentaban lo que creían un alejamiento; los que estaban en la vere­da de enfrente tardaban mucho en cru­zar la calle. Badaraco trabajaba ahora en los talleres gráficos Standard. Pero no dejaba de dar su solidaridad con los trabajadores en huelga. Como lo hizo en la famosa huelga de las obreras boto­neras, durante la cual fue secuestrado y golpeado ferozmente. Y en la solidari­dad con los derrotados en España por el fascismo. Formó parte de la Sociedad Internacional Antifascista— grupo uni­tario de diversas ideologías— que tenía su sede en el Pasaje Barolo.

El año 1939 lo vio dedicado a la lucha contra la guerra. Comenzó ese año un estrecho contacto con los estudiantes universitarios y muchos de los manifies­tos de la FUBA de aquellos años se debe a su pensamiento. La resolución del Se­gundo Congreso de Estudiantes Univer­sitarios Argentinos por el cual “la reali­zación del programa reformista sólo podrá alcanzarse después de haber con­seguido una transformación profunda en el orden económico y social reinante” fue una interpretación de la lí­nea que Badaraco sostenía siempre en su discusión con los estudiantes.

En plena lucha de unidad por parte del incansable libertario, irrumpe el pe­ronismo en la escena nacional. El 17 de octubre de 1945 asiste a la marcha prole­taria que viene a liberar a Perón. Un núcleo de viejos socialistas comentan: “éstos no son obreros, son lumpen”. Badaraco les contesta escuetamente: “Esta es la clase obrera que ustedes no conocen”.

LA MUERTE CON PERON

Diez meses después, fallece, a los 45 años de edad, en el hospital Salaberry. Poco antes había escrito una carta ex­tensa a un amigo, que saldrá publicada y que vale como su testamento político. Dirá allí: “En los meses últimos ya no hay indiferentes en política. ¿Qué pasa de extraordinario para que esta conmo­ción gane todas las capas sociales? Ca­sualmente, el peronismo y el triunfo del peronismo es el castigo por nuestras insu­ficiencias en materia y en vida política. La política apareció de pronto en el es­cenario social del país y no estábamos preparados pudiendo entonces ver fácil la aventura política del profascismo pe­ronista al arrebatar las banderas sociales a los partidos de izquierda y dejar entre­ver algunas soluciones para las grandes masas. El voto al peronismo ha sido, en cierto sentido, un voto revolucionario y social en grandes masas de la población. Ellas nos han advertido de la realidad argentina a pesar de toda la deforma­ción social y de conciencia que el pero­nismo ha impreso en esas grandes ma­sas. La falta de una respuesta política a millares de argentinos y, especialmente, de jóvenes, abrió el juego de la política fascista o, por mejor decir, profascista. Los obreros atrasados, los olvidados por nuestra burguesía nacional y la oli­garquía reaccionaria, movidos por los apremios de sus insoluciones y castiga­dos por el resentimiento fomentado por una expoliación sin límites, votaron a Perón, son peronistas. Aquí radica la profunda experiencia de estos días: aho­ra iremos más fortificados a las luchas próximas y los obreros peronistas reali­zarán mientras tanto la experiencia Pe­rón. La experiencia Perón los traerá a nuestro lado o no, si aún somos débiles para ganarlos. Perón tendrá todavía carne de cañón para la guerra de los im­perialistas”.

En la última parte de su escrito, señala Badaraco: “El movi­miento anarquista ha experimentado en la Argentina un colapso tremendo, que venía de años, y que nosotros pronosti­camos, dividiéndonos. Yo continúo sosteniendo mi concepción obrera sin­dical aplicada a la larga experiencia anarquista de más de setenta años. Eso no me impide, porque estoy por la lucha y por formas progresivas de la lucha: estar en contacto con las corrientes so­cialistas y comunistas. Sostengo que la unidad es elemental para el movimiento obrero y que esta unidad debe basarse en condiciones reales. ¿Que nosotros dispersos, atomizados, sin núcleos Fir­mes de trabajo hemos perdido viejas y consagradas posiciones? Y bien: el de­ber revolucionario señala continuar luchando. Esto es lo que hago desde mi modesto puesto de trabajo”.

El sueño de Badaraco, un vigoroso movimiento independiente que uniera a todas las izquierdas, no pudo ser. Las corrientes socialistas siguieron con sus equivocaciones, sus marchas y contra­marchas. Sólo fugazmente se produjo ese acercamiento. Y lo logró la figura de este hombre. A un año de su muerte se reunieron en su homenaje, en un acto, representantes de todas las tendencias, en el salón Augusteo, bajo el lema: “Horacio Badaraco, treinta años de lucha”. Hablaron en el mismo: Diego Abad de Santillán (anarquista), Corona Martínez (socialista), Emilio Troise (co­munista), Antonio Cabrera (grupo Spartacus), René Stordeur (sindicalista), Germán López (Federación Universita­ria Argentina) y su amigo Joaquín Ba­sante López. La crónica afirma la pre­sencia de una delegación peronista.

Lo que en vida no había logrado, se hizo a su muerte. Como, por ejemplo, quedaba su búsqueda de unidad, sus luchas, sus cárceles y torturas, su vida y su muerte en la pobreza. Un auténtico héroe del pueblo. Pero en el sentido de Romain Rolland: “Yo llamo héroes só­lo a aquellos que fueron grandes de co­razón”.

* Publicado originalmente en El Porteño, Marzo 1987.

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