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Una masacre oculta por 70 años


En el paraje La Bomba, en la provincia de Formosa, se perpetró en 1947 –durante la primera presidencia de Perón– contra el pueblo pilagá, una de las masacres más importantes del siglo XX. La documentalista Valeria Mapelman recopiló las memorias de los sobrevivientes y las plasmó en el documental Octubre pilagá, relatos del silencio que 5 años después se convirtieron en libro que recopila la memoria y los archivos de la masacre. Aquí una reseña del libro y entrevista a su autora.

Octubre pilagá, memorias y archivos de la masacre de La Bomba1, recorre los antecedentes históricos, el desarrollo y las consecuencias de la masacre de La Bomba. En un completo trabajo de investigación realizado por Valeria Mapelman, las memorias de los sobrevivientes y testigos de la masacre dialogan con las imágenes y se completan con un amplio material que consta de documentos públicos y secretos, prensa del período, etc.

Lo valioso de su trabajo reside en que la historia es contada por ellos mismos, un pueblo al que nadie escuchó, y que el poder político y económico se preocupó por silenciar. “No hay quien recuerde tanto y tan bien como un pueblo que no tiene lápices ni papeles” (10); el rico y complejo ejercicio de la memoria de este pueblo se expresa en las horas de testimonios en su lengua originaria, traducido para reconstruir el rompecabezas de la historia.

“… Esta gente representa un elemento importante en la explotación de la riqueza del país (…) constituyen un cuerpo de obreros sumamente barato y sin pretensiones” (29), decía en 1908 Lehmann Nitsche, director del Museo de La Plata. En el país que intentaba construir la Generación del ‘80, el obrero era el modelo para los indígenas y en esta transformación cumplían un rol fundamental las reducciones de indios, reductos estatales para disciplinamiento y control de las poblaciones originarias, que “a la vez que contribuían al vaciamiento de las tierras que ambicionaban, producían cuerpos dóciles y aptos para el trabajo, asegurando una reserva de mano de obra cautiva” (36). Durante el primer peronismo estas reducciones pasaron a llamarse colonias aborígenes, pero seguían vigentes y nada cambió al interior de las mismas. En una nación que se construyó sobre el genocidio indígena y el dominio de los sobrevivientes, masacres como la de La Bomba no son más que una continuidad.

La masacre

En octubre de 1947 cientos de personas llegaban de todas partes a ver a Tonkiet –un sanador que curaba todas las dolencias y enfermedades– y La Bomba se convirtió en un lugar de afirmación y resistencia política y religiosa.

Para esa época el pueblo de Las Lomitas ostentaba una población nacida del Ejército implantado en la conquista, muy emparentado con la Gendarmería (84). Según la memoria de los ancianos, los gendarmes “no comprendían” qué hacía tanta gente reunida y querían “hacerlos trabajar”. Con la presencia de Abel Cáceres, administrador de una de las colonias aborígenes, intentaron en vano trasladarlos. La multitudinaria manifestación y la negativa a abandonar el territorio para someterse a las colonias indígenas no fue tolerada por el poder estatal, que puso en marcha un poderío militar enorme contra los pilagá: la tarde del 10 de octubre los primeros fusilamientos darían comienzo a una sangrienta represión que duró varias semanas. Se formaron grupos que huyeron en distintas direcciones. Ataques y capturas simultáneas ocurrían en distintos puntos del territorio y fueron perseguidos por el monte en un éxodo que duró semanas. La persecución se reforzó con un avión Junker enviado desde El Palomar al que le habían retirado una puerta lateral para fijar una ametralladora (190). Una amalgama de muertes por fusilamiento, heridos que agonizaron por falta de atención, niños y ancianos que murieron de hambre y sed, sumados a un monte enorme e inabarcable que archivó la identidad de los muertos, impide medir en número de muertos el alcance de la masacre2.

Los que sobrevivieron fueron capturados y llevados como prisioneros a colonias aborígenes –donde fueron recibidos por el mismo Abel Cáceres que los había amenazado previamente–, donde las mujeres fueron violadas y todos fueron sometidos a diferentes tipos de torturas. El final en las colonias no fue solo a modo de castigo sino que se los anotó como peones que debían pagar con disciplina y trabajo el privilegio de estar vivos (205). La participación de Abel Cáceres antes, durante y luego de la masacre como administrador del cautiverio, demuestra la activa participación estatal en la represión. Como explica la autora, debían mostrar que “allí donde el genocidio dejó un sobreviviente, debe verse a un hombre derrotado” (206).

Al día siguiente, mientras en Buenos Aires Natalio Faverio, director de Gendarmería Nacional, firmaba un documento confidencial y secreto para respaldar el despliegue de tropas ocurrido un día antes, comenzó la eliminación de pruebas y la destrucción de la evidencia. Mientras la persecución por el monte continuaba, la Gendarmería prendió fuego el lugar de la masacre y limpió con topadoras las montañas de cenizas.

Si la historia la escriben los que ganan

Uno de los ejes fundamentales del libro es el cuestionamiento de los relatos oficiales, periodísticos y académicos que criminalizan a los originarios y justifican la represión. Al igual que en masacres anteriores como la de Fortín Yuncá (1919) y Napalpí (1924), la prensa cumple un rol funcional al poder político creando un “territorio salvaje y peligroso” para avanzar hacia la destrucción de los pueblos originarios (44), tergiversando los hechos para criminalizarlos, y luego silenciando para restablecer la calma y que el manto de silencio sepulte la masacre en el olvido. La noticia del “malón indio” una vez ocurrida la represión debía justificar las balas disparadas y la destrucción de pruebas (149). La academia acompañó: las investigaciones realizadas en los años ‘70 en el Gran Chaco buscaron desde un discurso científico convertir a las víctimas en victimarios y se convirtió al monte en un escenario de guerra entre dos bandos, abonando una teoría de los dos demonios.

Octubre pilagá… es un importante aporte sobre una de las masacres más grandes y desconocidas del siglo XX, donde el peronismo tuvo una responsabilidad ineludible tanto en la represión, en el confinamiento de las víctimas, como en el silenciamiento del hecho. El trabajo con la memoria y la historia oral que realiza la autora demuestra el compromiso de la misma con las comunidades originarias, cumpliendo un rol activo en la disputa por la legitimación de ese pasado para sacar del olvido esta masacre que no puede verse aislada del proceso genocida comenzado con la llegada de los europeos a América. De cómo cubrieron los medios, los silencios y tergiversaciones hablamos con la autora en la siguiente entrevista.

Te acercaste a los pueblos originarios a través del cine y hoy formás parte de la Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena, ¿cómo fue ese proceso?

Llegué a la Red a través del cine, conocí a Diana Lenton en una proyección de Mbya, Tierra en Rojo, mi primera película. Yo estaba investigando el caso de La Bomba y el aporte de la red fue muy importante, porque ya tenían pensado el genocidio indígena como un proceso genocida, cosa que yo estaba viendo en las memorias, en los papeles, los documentos pero no tenía una base teórica para trabajar. Ellos ya tenían pensados los diferentes hechos, matanzas y masacres como un sistema.

La masacre de La Bomba tiene todas las características de un genocidio: no solo fue una matanza indiscriminada, sino que hubo desapariciones de personas, violaciones de mujeres y campos de prisioneros donde van a parar las personas que son capturadas vivas al final de este proceso. La Red presentó un trabajo, “Del silencio al ruido”, que demuestra que el campo de concentración de Valcheta, el de Martín García, la masacre de Napalpí y la de La Bomba encajan en la definición de genocidio de la ONU del año 1948. Entonces a partir de ese trabajo podemos empezar a hablar de todo esto, porque el genocidio indígena no está reconocido como tal, hay muchísimas organizaciones que trabajan el período 1976-1983 y nadie discute lo que pasó en ese momento, pero lo que sucede con las comunidades indígenas en Argentina está discutido constantemente; la academia todavía lo sigue discutiendo, lo pone en duda.

Tu trabajo sobre la masacre de La Bomba comenzó con la realización del documental, que implicó la recolección durante años de testimonios, material de archivo, etc. ¿Qué te lleva, 5 años después, a publicar el libro?

Tenía mucho material recopilado. Yo estrené en el 2010 pero antes, en el 2009 fui a La Bomba con un montaje de 2 hs. y cuando lo vieron me dijeron “¡Pero cómo, si vos habías filmado 140 hs.! ¿Dónde están?”. Entonces tuve que explicarles que no se podía hacer una película tan larga, que teníamos que hacer un resumen. Además durante todo el proceso fui llevando la documentación que iba encontrando en Buenos Aires, los documentos secretos y reservados, los documentos contables de las Reducciones y por ejemplo, vieron los recibos del pago a los baqueanos que habían colaborado en la represión; entonces yo les prometí que en algún momento algo iba a hacer más, era una deuda pendiente. Y en el libro aparecen mucho más largas las entrevistas y todo el material que encontramos, más una introducción sobre la conquista militar al Gran Chaco, que a mí me parece fundamental para demostrar una continuidad, porque la masacre de La Bomba no es un hecho aislado, sino que hay una continuidad y este genocidio es muy largo y no tiene un fin todavía. No hay un momento en que se declare el fin de las campañas militares. Ves cómo empiezan, cómo tienen su punto más cruento en la época de Roca con Victorica, pero llegás a 1947 y te encontrás con un hecho como éste que conecta también con otros como los sucedidos en La Primavera hace muy poco tiempo (2010 NdR).

Decís que escribís el libro para responder a los interrogantes que nacieron con la película. Uno de ellos es “qué función cumplió el silencio historiográfico y la construcción del otro como criminal en los relatos oficiales, periodísticos y antropológicos”. ¿Cuál fue la respuesta?

Yo no había tenido mucho tiempo de hablar en la película de cómo se construyó a los pilagá como criminales. Todos los diarios de la época después de ocurrido el primer fusilamiento el 10 de octubre, los describen realizando un malón, dicen que habían atacado el escuadrón de gendarmería, hablan de saqueos a los almacenes y de una serie de hechos que tiene que ver con una historia de criminalización del indígena. Era importante contar cómo colaboró la prensa, cómo fue manipulada la opinión pública para que la represión se acepte y no se cuestione. Y es interesante ver cómo todo eso pasó un día después y no antes, no hay noticias previas. Y después del 12 de octubre desapareció todo de los diarios, se silenció completamente y el gobierno de la época va a hacer que no se investigue nada. La masacre entonces quedó oculta durante casi 70 años, en silencio y sin justicia, eso es lo más triste de todo esto.

Es muy fuerte el silencio sobre este hecho, tan fuerte que hasta el día de hoy hay un juicio por crímenes de lesa humanidad del que nadie está enterado. Las organizaciones de derechos humanos no acompañan, no estuvo en agenda durante el gobierno anterior y no lo va a estar ahora, pero lo más doloroso es que no estuvo en la agenda de derechos humanos del gobierno de los Kirchner, un periodo en el que los avances y gestos fueron enormes y sin embargo el genocidio pilagá estuvo totalmente silenciado.

Analizás cómo este rol de la prensa se puede ver en todas las masacres: en la de Fortín Yunká, durante el gobierno de Yrigoyen, en Napalpí durante el de Alvear, en la de Zapallar, etc.

La prensa acompaña las políticas de Estado, es funcional a cada masacre. Uno no puede ver estos hechos aisladamente sino como parte de una política estatal. Por eso suceden en el gobierno de Yrigoyen, en el de Alvear, en el gobierno de Perón; no importa qué presidente tengamos al frente, el Estado siempre actúa de la misma manera y la prensa acompaña esta política genocida.

Incluso la academia acompañó en ese sentido…

Sí, en los años ‘70 hubo un grupo de antropólogos se ocuparon de “estudiar” el Gran Chaco y entonces surge una antropología fenomenológica, con los trabajos de (Marcelo) Bórmida, Anatilde Idoyaga Molina, (José) Braustein, gente que estuvo y sigue trabajando en la zona, o Pablo Wright que está en la UBA. Ellos analizaron este hecho y hablaron de un levantamiento mesiánico, creando una especie de teoría de los dos demonios y responsabilizando a Tonkiet que era un sanador, un hombre que curaba con su palabra y tenía mucho poder político. Pensemos en que los pilagá estaban en La Bomba reafirmando ese espacio territorial como propio y manifestándose religiosa y culturalmente. Esos antropólogos vieron este fenómeno como un levantamiento mesiánico, como una rebelión, y de alguna manera hablaron de este hecho como un enfrentamiento entre los pilagá y la Gendarmería Nacional, un enfrentamiento que a través de las memorias de los ancianos sabemos que no ocurrió, sabemos que, si lo llamamos enfrentamiento fue totalmente desigual, porque la gendarmería estaba armada y ellos no. “Crónicas del Dios Luciano” de Pablo Wrigth es un artículo que llega hasta el momento del supuesto enfrentamiento y después no cuenta nada más, no habla de las persecuciones, ni de las violaciones, no se habla de la matanza de niños, de la desaparición de cadáveres, ni de la quema de cadáveres, ni de lo que pasa los 20 días posteriores al día 10, y eso a mí me llama mucho la atención, por eso yo hablo también de que en esa época estos académicos contribuyeron a silenciar todo lo que pasó y también le dieron letra a los asesinos. Hay un psiquiatra que es tomado como fuente que se llama (Fernando) Pagés Laraya, profesor en la universidad de El Salvador, que dice que “los pilagá avanzaron hacia la extinción étnica” y se refiere a la masacre como una especie de suicidio colectivo. Recuerdo esa frase que es muy sintomática de lo que fue la antropología de los años ‘70 durante la dictadura en el Gran Chaco, y ahí tenés lo que escribieron, textos totalmente funcionales a la época. Lo menciono al final del libro para llamar la atención sobre esa gente está trabajando todavía en las universidades y siguen escribiendo, y lo que escriben es tomado como fuente para otros trabajos.

En el libro mostrás que la política de reducciones o colonias indígenas tenían una doble función: vaciar el territorio para apropiárselo y convertir a esos indígenas libres en mano de obra ¿Por qué consideras que la masacre es una continuidad en ese sentido?

Cuando estaba trabajando en Formosa conocí a una señora llamada Qadeite. Ella me dio la clave para entender eso. Me dijo “a nosotros nos llevaron prisioneros a Bartolomé de las Casas. Primero pasamos por Muñiz, ahí nos hicieron cortar madera durante algunos días, y después nos llevaron en camiones hasta Bartolomé de las Casas. No teníamos ropa, pasábamos mucho frío, mucho hambre. Cuando llegamos ahí nos repartieron en casas de la gente qom que vivía en Bartolomé, para que nosotros empezáramos a aprender a trabajar la tierra con las herramientas”. Y yo me empecé a preguntar qué eran Bartolomé de las Casas y Muñiz, porque yo nunca había escuchado de esos lugares. Y ella me habló de una persona que administraba la mano de obra en Bartolomé. Entonces empecé a ver cómo funcionaban, a través de su memoria, estos dos lugares donde fueron llevados después de la masacre y vivieron durante por lo menos un año hasta que se pudieron escapar.

Las colonias de Muñiz y Bartolomé de las Casas, inauguradas a principio de siglo XX junto con Napalpí, eran obrajes y algodonales que llegaron a albergar hasta 7 mil personas. Los hacían cortar el quebracho a mano, abrían las picadas para que los bueyes pudieran pasar a buscar la madera, trabajaban en los aserraderos, y una vez que estaba desmontado el lugar sembraban y cosechaban el algodón. Todo con mano de obra indígena. Este sistema de reducciones era el sistema que el Estado había pensado para convertir a los indígenas en mano de obra útil, en hombres útiles para el trabajo. Eran grandes espacios industriales donde familias completas trabajaban sin pago en dinero. Además, cuando la mano de obra estaba disponible, el Estado hacía contratos con el Ingenio Ledesma, con el Ingenio Las Palmas, con Tabacal, y enviaba trabajadores bajo vigilancia policial a estas empresas privadas, generalmente acompañados por un inspector de la Comisión Honoraria de Indios, organismo que después se llamó Dirección General de Protección al Aborigen en la época de Perón y dependía de la Secretaría de Trabajo y Previsión, una secretaría de donde surge Perón, y que él conocía en profundidad, así como el funcionamiento de las colonias indígenas. O sea que durante el primer peronismo el funcionamiento de estas reducciones donde trabajaba esta enorme cantidad de gente era parte de la estructura estatal y no desconocían su funcionamiento. Es sorprendente lo que uno encuentra a nivel de documentación acerca de estas reducciones y es impresionante como esto después se silenció completamente. Hasta el día de hoy podés ir a Bartolomé de las Casas y charlar con gente que vivió en esa época y ellos te pueden contar cómo eran explotados en ese lugar, que había vigilancia de la gendarmería continuamente, que “llaveaban” (cerraban con llave) todas las tranqueras perimetrales para que no pudieran salir, cómo se trabajaba de día y de noche y cómo funcionaban dentro de estos lugares albergues para niños donde se los separaba de sus familias y donde eran criados por monjas extranjeras. Por eso yo hablo de las reducciones o colonias como campos de concentración. No campos de concentración como uno entiende los del nazismo, sino campos de concentración de trabajadores y en el caso de la represión de 1919, post masacre de Yunká, o después de la masacre de 1924 en Napalpí, y la de La Bomba podemos hablar de campos de concentración de prisioneros.

Los testimonios recolectados muestran la crueldad de la masacre y cómo se “probaron” métodos después utilizados en la dictadura, como sembrar el miedo entre los prisioneros seleccionando a alguno para fusilarlo frente a ellos, dejar escapar a algunos para que cuenten lo que habían visto, torturas a los que sobrevivieron, violaciones a las mujeres. ¿Qué función cumplió el nivel de crueldad utilizado?

Yo insisto en que la masacre de La Bomba y todas las de los pueblos originarios, son un antecedente de lo que nosotros vivimos en los años ‘70. Con “nosotros” me refiero a blancos, de clase media, viviendo en las grandes ciudades, y hablo de esto porque lamentablemente parece seguir habiendo derechos humanos para unos y para otros no, por eso quiero destacar las similitudes, porque la última dictadura militar, que fue tan traumática para muchos de nosotros, es el resultado de estos antecedentes. El accionar de la gendarmería en 1947 no está reconocido como un antecedente del genocidio de los ‘70. Ahí hay un filtro racista, sin duda. Parece que a los pilagá les pasó eso pero son otros, son distintos y entonces no importa.

Tu película fue presentada como prueba en el juicio por genocidio que lleva adelante la Federación Pilagá. ¿En qué situación está actualmente este juicio?

El problema con ese juicio es que fue iniciado por dos abogados chaqueños, Carlos Díaz y Julio García, que vienen del partido peronista, que redactaron un relato de la causa en donde trataron de ocultar quiénes fueron los verdaderos responsables y tomaron de la fuente de Gendarmería un relato falso, que culpaba al segundo comandante del regimiento por haber disparado sin mediar orden alguna.

Nosotros, a partir de haber encontrado los documentos secretos y reservados, sabemos que eso no es real, que tanto el ministro de Guerra Sosa Molina como el del Interior Ángel Borlenghi estaban informados y fueron los que movilizaron las tropas, los escuadrones para reprimir, perseguir y capturar. Cuando los pilagá empiezan a declarar, el fiscal nos pide la película porque había documentación que los abogados no habían presentado en el juicio. Ahí se produce un quiebre entre los abogados y sus representados, que eran los pilagá, y empieza todo un proceso para poder desprenderse de estos abogados que se habían apropiado del proceso judicial.

Hoy en día hay una abogada diferente, Paula Alvarado, y estamos esperando que de una vez por todas se haga el juicio oral. Es un juicio que está viciado políticamente, el peronismo no quiere que este juicio avance, porque buscan la reconciliación con sus votantes, este caso suena más fuerte en el norte que acá.

Así que el juicio hoy está en un momento que puedo decir que es más positivo porque los pilagá han tomado el caso como propio y a la vez sigue moviéndose muy lentamente, está empantanado. Solo hay un procesado, Carlos Smachetti, que tiene 96 años que copilotaba el avión Junker que los persiguió con ametralladora por el aire. Ese hombre está vivo, no fue a declarar en la primer parte del juicio, pero la idea sería que no se muera antes de que termine este juicio, porque si se muere el juicio se cae, y la única posibilidad es seguir con un juicio por la verdad, que es de características distintas.

Pero como te decía no existen organizaciones de DDHH que hayan impulsado este proceso, salvo “pequeñas grandes” organizaciones sin apoyo económico, como Madres Línea Fundadora con Norita Cortiñas o Nilda Eloy. La secretaría de Derechos Humanos, Fresneda, jamás se acercó a ellos. Es como que los derechos humanos en Argentina han quedado en manos de una elite y lamentablemente entre los pilagá no hay sociólogos, no hay periodistas, no hay abogados, porque el pueblo pilagá es un pueblo que vive en su territorio continuamente desplazado, desposeído de todo, de la tierra, de los recursos económicos y en soledad.

¿Qué opinión tenés de las políticas en relación a los pueblos originarios de los últimos gobiernos? ¿En qué medida considerás que son una continuidad o una ruptura con las políticas de los gobiernos de esa época?

Yo soy terriblemente pesimista, sobre todo porque mi trabajo en estos últimos años fue casi siempre en Formosa, una de las provincias donde he visto la violencia más grande, la pobreza de recursos en las comunidades: no hay agua potable, no hay salud, no hay medicaciones para los nenes que nacen con Chagas, se reprimen los cortes de ruta cuando se reclama agua limpia para tomar. Hay parapoliciales que están todo el tiempo espiando a los líderes comunitarios, los amenazan de muerte, han asesinado a mucha gente, me cuesta mucho ver algo positivo en relación a las políticas que les imponen a los pueblos originarios. No vi algo positivo en todos estos años, a mí me tocó trabajar en Formosa, pero también conozco gente de Neuquén y Río Negro y vemos como el Estado beneficia más a las industrias extractivas que a la gente que nació ahí y que habita ancestralmente el territorio.

Según nuestra Constitución los pueblos originarios tienen derechos ancestrales sobre los territorios que habitan, sin embargo esto no se respeta. Cada dos por tres los parapoliciales desplazan a la gente de sus territorios y no pasa nada. Y bueno, ni hablar en los dos casos por crímenes de lesa humanidad, el de Napalpí y el de La Bomba, no veo algo positivo que esté pasando en relación a esos dos juicios, para nada.

Es decir que hay más elementos de continuidad…

No hay un reconocimiento a sus derechos y cuando los pueblos originarios quieren acceder a la justicia no pueden acceder, prácticamente no hay abogados que los atiendan, y es determinante su situación económica, no tienen recursos para nada. En Chaco y en Formosa hay una injerencia de la Iglesia muy fuerte dentro de las organizaciones indígenas, intentando manipular lo que sucede entre las organizaciones y el Estado, ralentando los procesos. Estamos viendo cómo se comporta el INAI (Instituto Nacional de Asuntos Indígenas) con la Federación Pilagá: hace 2 años que no les terminan de cerrar las asambleas para tener la personería jurídica al día. En el INAI hay 25 abogados que accionan en contra de la Federación Pilagá cuando ésta inicia un recurso de amparo para obtener el reconocimiento de su asamblea; semejante movimiento de profesionales del Estado solo por no otorgar el reconocimiento de una organización.

Eso durante el kirchnerismo y el macrismo.

La Federación Pilagá es la única que agrupa a todas las comunidades pilagá, es un caso único. Entonces al Estado no le conviene darle poder a una organización semejante. En aquella época estaba Fernández, durante el kirchnerismo, y les empezó a pedir todos los censos de todas las comunidades, todas las personerías jurídicas presentadas ante el RENOPI, RENACI, y cuando presentaron todo cuestionaron la votación de la asamblea; eso fue hace dos años. Hasta el día de hoy van a Formosa y dicen que falta un papel… y que falta otro, y los desgastan, los vuelven locos, aunque la Constitución dice que ellos pueden organizarse políticamente como quieran… el INAI pone a 21 abogados a para que no lo logren. El Estado es un monstruo que los está atacando todo el tiempo.

Ellos dicen “la Gendarmería tiene sus libros y nosotros no” ¿Qué recepción tuvo en las comunidades la película y el libro? ¿Cómo lo vivieron?

La película fue una herramienta muy útil para el juicio y para la recuperación territorial, hay dos comunidades que se recuperaron con la película en la mano: Oñedié y Penqolé, en los lugares donde ocurrió la masacre. Cuando hicimos las primeras copias, 500 fueron para Formosa y se llevaron a las escuelas y durante mucho tiempo se pasaba la película en las escuelas y la trabajaban los maestros en diferentes comunidades. Así que allá se ve mucho el trabajo, sobre todo la película. Y con el libro también, el libro es un formato diferente pero también es importante para ellos toda la primer parte donde está toda la historia previa y las fotografías. Cada uno de los trabajos tuvo una vida distinta, pero creo que la película fue muy útil y fue más allá de lo que yo pensaba, porque fue pensada como un trabajo de difusión y al final sirvió como prueba en el juicio y para la recuperación territorial y eso me superó, no estaba en mis planes y fue como una reinvención de la película que hicieron ellos, así que en ese sentido estoy re contenta, sirvió más de lo que yo pensaba.

  1. Bs. As., Tren en movimiento, 2015.

  2. Si bien no es posible saber la cantidad de muertos que dejó la masacre, la Federación Pilagá lleva adelante un juicio por genocidio (ver entrevista) donde estima que hubo entre 400 y 500 personas asesinadas.

* Publicado originalmente en Ideas de Izquierda, diciembre de 2016

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