Los hijos de los más grandes empresarios de la Argentina se reúnen en secreto para pensar qué hacer para que eso que los rodea no se les vuelva en contra. Para ensanchar el horizonte de sus fortunas sin que el 99 por ciento de los nativos advierta la mano invisible de un poder que hace de este país una eterna injusticia, a la que miran con cara de niños ricos con tristeza. ¿De qué hablan los hijos del poder cuando hablan de amor? Por Alejandro Bercovich / Darío Gannio en Revista Crisis
S on los hijos de las familias más ricas del país. De la gran burguesía más que de la nobleza, aunque ninguna de esas dos etiquetas importadas de Europa sea demasiado exacta para describir el rol social de unas élites sin barones ni duques ni grandes revoluciones industriales en su haber. Son jóvenes, en general profesionales alejados del estereotipo rickyfortiano, y no necesitan símbolos de status ni carnets de clubes exclusivos porque sus apellidos bastan como pasaporte a la vida VIP. Lejos de ostentar, como hacen quienes ocupan los percentiles de ingresos inmediatamente debajo del suyo, ellos más bien tratan de disimular su pertenencia al 0,1 por ciento más acaudalado de la población. Los herederos de las fortunas argentinas más fabulosas, amasadas por sus padres, abuelos o tíos y en muy pocos casos por antepasados más lejanos, se reúnen en secreto desde hace más de dos años para debatir sobre política y poder, intercambiar experiencias de negocios y trazar planes para el futuro de la nación. Un futuro que sienten como propio. Y que lo es, en varios sentidos.
La logia –jamás mentada en público y mucho menos citada en diarios y revistas– se llama “Grupo Argentina Mejor”, o “GAM” a secas. Entre sus habitués hay apellidos como Bulgheroni, Blaquier, Eurnekian, Urquía, Rocca y Elsztain, que cubren casi todos los sectores de la economía y se proyectan hacia lo que resta del siglo XXI con emprendimientos en los rubros más dinámicos del PBI. Sus futuras herencias, sumadas, sobrarían para pagar la deuda externa. Pero quieren algo más que el poder que otorgan esas fortunas colosales. Buscan saberse merecedores de un lugar de privilegio, revalidar el título que sus progenitores conquistaron gracias a una fábrica de acero, una de caramelos, un banco o un ingenio azucarero. Sentir que acrecentaron el botín familiar por mérito propio. Que nadie les regaló nada, que no tiraron manteca al techo como en la Belle Époque. O, por lo menos, que no son la generación holgazana a la que le tocó vivir despreocupadamente de rentas.
“Podés pensar que muchos de ellos viven en un cuadro, pero al fin y al cabo son los tipos que van a manejar la Argentina por los próximos 40 años”. El empresario que habla con crisis bajo condición de anonimato participó de dos encuentros del GAM, pero no se siente parte de ellos. Habla de sus impulsores con algo de condescendencia, aunque profesa por ellos el respeto reverencial de quien conoce el mapa del establishment y escucha sus apellidos. En el fondo, cree que es mejor ver a la próxima camada de patrones del país debatir sobre política que planear la próxima fiesta en Punta del Este o el siguiente shopping tour por Roma, Londres o Miami. ¿Tendrá razón? ¿Mejor para quién?
Las reuniones del GAM nacieron cuando un puñado de sus fundadores asistía a la Universidad Austral, una casa de estudios de alcurnia, orientada por la secta integrista católica Opus Dei y financiada por familias como la de Gregorio “Goyo” Pérez Companc, dueño de Molinos, del zoológico Temaikén (donde los pequeños visitantes son objeto de la más burda propaganda creacionista) y hasta hace poco de los pozos que ahora maneja Petrobras en Argentina, entre otros activos. Después salieron de ese núcleo y hasta admitieron a miembros no católicos, como Alejandro Elsztain, judío, hijo de Eduardo, el mayor terrateniente urbano y rural de la Argentina.
Varios se conocen desde chicos, cuando sus padres se invitaban a cenar mutuamente y ellos correteaban inocentes bajo la mirada del servicio doméstico. Son todos varones. Ahora, ya maduros e incluso algunos a cargo de negocios de siete ceros verdes o más, alternan durante largas horas cada uno o dos meses y debaten sobre sus aspiraciones para el país. Incluso formaron “comisiones de trabajo” sobre distintas áreas. También invitan a quienes consideran modelos a seguir o combinaciones ejemplares de espíritu emprendedor con habilidad política. Están más abiertos que sus padres a escuchar, aun cuando toda su crianza y su educación hayan apuntado a afinarles la voz de mando.
Las citas surgieron inspiradas por el encuentro anual “Padres e Hijos” organizado desde hace una década por el mexicano Carlos Slim, quien de la mano de su emporio telefónico desplazó al estadounidense Bill Gates del primer puesto de la lista de billonarios de la revista Forbes. Ese foro, también presentado como un espacio de reflexión no partidario con la mira en el largo plazo, se realiza cada año en un país latinoamericano distinto. Cuando se hizo en Buenos Aires, en 2012, dijeron presente dos generaciones distintas de las familias Bulgheroni, Roemmers, Eskenazi, Miguens y Román. Después los hijos decidieron hacer la suya, aunque lejos de la luz pública y sin el besamanos de políticos y dirigentes que incluía el autoagasajo de Slim.
El secretismo no es casual. Tampoco está del todo desvinculado del sustrato católico del grupo. Mientras en Estados Unidos los magnates se pelean por figurar en los primeros lugares del ranking de Forbes, la edición argentina de esa publicación -cuya franquicia administra el exbanquero Sergio Szpolski- debe hacer malabares cada año para que los empresarios top entreguen algún dato certero sobre sus patrimonios. No se trata solo de un acto reflejo para eludir a la AFIP, ni de una confirmación de aquello que Max Weber problematizó en La Ética Protestante. En el país del Papa Francisco los ultra-mega-ricos no están bien vistos, porque dios quiso que la salvación sea en el cielo y no en la tierra pero también porque durante décadas sus familias saquearon todo lo que pudieron al Estado, fugaron todo lo que pudieron al exterior y reclamaron, apoyaron y hasta colaboraron activamente con la represión ilegal de la última dictadura.
Al principio las reuniones eran en Palermo. Asistía una docena de invitados. El foro funcionaba en la Fundación Civilidad, donde milita Patricio Bulgheroni, hijo de Alejandro, ingeniero y el más duro de los dos hermanos petroleros que comparten el primer puesto en el ranking Forbes de cabotaje. La fundación, creada en 1984, declara como objetivos “promover un enfoque diferente del gobierno, la administración y el desarrollo desde el orden local”, así como “apoyar la ejecución integral de programas de transformación del gobierno y la administración”. Actualmente, el joven Bulgheroni solo figura como director editorial de la revista de esa Fundación. Su primo hermano, Marcos, hijo de Carlos (el abogado, apodado Lucifer en el mundo de los negocios y temido por sus empleados como si fuera el mismísimo príncipe de las tinieblas), también ha participado esporádicamente de las reuniones.
Ahora el cónclave va cambiando de sede. Además de Patricio, entre los principales promotores de su continuidad figura Carlos Herminio Blaquier, hijo del dueño del grupo Ledesma, Carlos Pedro Blaquier. CEO de compañía azucarera, energética y papelera desde diciembre y el más viejo de los GAM, con 59 pirulos, Carlos Herminio también representa el ala más conservadora y tradicionalista de la nueva generación, si bien los Blaquier ya no son esa familia snob que compraba estatuas de mármol de Carrara para su mansión kitsch La Torcaza sino un grupo diversificado que hace lobby a favor de los biocombustibles mientras batalla en tribunales contra los gremios que pretenden condiciones dignas y trabajo estable para los cañeros tucumanos y jujeños.
Si bien en general prefieren hacerlo por interpósita persona, como sus padres, la intención de los herederos es influir más sobre la política. No descartan ocupar personalmente cargos de peso institucional y hasta algunos empiezan a animarse a disputarlos. Matías Gainza Eurnekian, que le “vendió” a su tío Eduardo la idea de hacer una fábrica de microchips en Argentina (Unitec) y que ahora la dirige con menos de 35 abriles, aspira por ejemplo a convertirse en breve en presidente de Racing. A la sombra de Mauricio Macri, un heredero despreciado por su padre pero electo y reelecto por los porteños, toda la generación GAM observa fascinada esa combinación de dinero y votos.
El octogenario Eduardo Eurnekian, que de productor de espectáculos pasó a administrar más de la mitad de los aeropuertos de la Argentina y varios en el exterior, tiene a varios de sus sobrinos en el GAM. A Matías, que vive entre París y Buenos Aires, se les suman Hugo (33), que maneja las empresas de energía del holding; Martín (35), a cargo de Aeropuertos Argentina 2000 en Ecuador, Brasil y Uruguay; y Jorge, al frente de las bodegas Del Fin del Mundo y de la pata financiera del grupo. Todos asistieron a algún encuentro del GAM. También pasó por allí Ludovico Rocca, hijo del fallecido Agostino y sobrino del actual CEO de Techint, Paolo Rocca. El joven Vico es otro que pilotea una rama clave de su familia-emporio: la constructora y contratista de “la T”, como se refiere el mundo empresario al holding siderometalúrgico que ahora también incluye petróleo, comunicaciones y más, y que en el último lustro se dedicó a potenciar sus negocios fuera de la Argentina. Para los empresarios criollos orgullosos de su condición de self made men, la continuidad es una obsesión vinculada al único enemigo que sienten que les queda por vencer: la muerte. A diferencia del Estados Unidos protestante, donde los magnates se convierten en estrellas y hasta en parte del paisaje urbano (como David Rockefeller con su pista de patinaje en Nueva York, Donald Trump con sus torres o Guggenheim con su museo), en Argentina la trascendencia la dan los hijos. Y para quienes no los tienen, como Eurnekian, la llave son los sobrinos.
Como demostró el celebrado Thomas Piketty que ocurre en todo el planeta al menos desde los años 70, en Argentina los ricos se están haciendo cada vez más ricos. En ese contexto, la inquietud de los herederos adopta también un cariz defensivo. Si van a ser cada vez más distintos de los demás, cada vez más “1%” y menos “99%” en los términos que popularizó Ocuppy Wall Street, necesitan que el resto de la población tolere ese abismo y no se rebele ante él. Y para convencerlo de eso, saben que tienen que ofrecerle algo bueno. Por eso proponen una Argentina mejor. Mejor, así, a secas. ¿Para quién? Eso es lo de menos.