Producir medicamentos para las personas sanas es el leitmotiv que anima a la industria farmacéutica desde hace treinta años. Tras él, una imparable maquinaria comercial dispuesta por las empresas más rentables del planeta, procuran cada día “venderle remedios a todo el mundo”. Para conseguirlo precisan de un aliado clave: la industria del entretenimiento, dueña del acceso directo a la subjetividad social y el inconsciente colectivo. En esta guerra biopolítica de posiciones también operan las tecnologías de la salud y el bienestar, tanto en su faz cosmética como en las mil formas de moldear los cuerpos según las imágenes dominantes de lo bello o las exigencias del rendimiento y la productividad. La Argentina peronista, sumida en su ciclo de prosperidad y consumo, se ha rendido, coqueta y laboriosa, ante esta sintética trinidad del nuevo espíritu del capitalismo. El siglo XXI nos encontró unidos y empomados.
El poder médico vacila entre la oposición moral y un redituable sometimiento, con inclinaciones mayoritarias hacia esta segunda opción. Pero su impotencia es expresión del modo en que lo público está siendo reformateado, mas allá del alcance de los mandamientos disciplinares. Las corporaciones empresarias doblegaron sin atenuantes a las corporaciones profesionales, e impusieron el festival de los medicamentos de venta libre. La seducción publicitaria y la promesa de soluciones instantáneas dejaron en ridículo las pretensiones científicas de los galenos. Las empresas del rubro gastan en promoción casi el doble del monto destinado a investigación y desarrollo. En nuestro país, según las mediciones de la Cámara Argentina de Agencias de Medios, la Industria Farmacéutica incrementó sus inversiones en publicidad a razón de un 50 por ciento anual (+50,8 por ciento en 2003, +46,7 en lo que va del 2014). La expansión de los farma-bussines hacia un universo de afecciones que hasta hace poco no eran consideradas patológicas disolvió las fronteras que tradicionalmente separaban el territorio de lo sano y las ciénagas de la enfermedad.
Lejos de su identidad original como instrumento de curación, los medicamentos se han transformado en uno de los bienes económicos más agresivos y pujantes. La salud es percibida hoy como una “cadena de suministro mundial” y, como sucede desde hace una década con la industria alimenticia, la racionalidad financiera que anima estas cadenas no está en condiciones (porque ni se lo propone) de garantizar el acceso de las poblaciones pobres a las medicinas necesarias, debido a su escasez en los servicios públicos y a sus elevados precios en el sector privado. En la medida en que las políticas estatales se han sumado a la impronta de derramar medicamentos de forma compulsiva, allí donde soluciones estructurales podrían operar como remedio antes que aparezca la enfermedad, el papel de lo sanitario ha sido reformulado quizás de manera irreversible.
Los cuestionamientos más severos surgen de los suburbios informes de la microbiótica. Las multitudes bacterianas están en pie de guerra y han decidido conquistar el poder de inmunizarse frente a los antibióticos. Indignados frente al mal uso de estos medicamentos, debido al exceso de prescripciones médicas y a su masiva utilización en la cría de carnes para la ingesta humana, los microorganismos están desarrollando una sorprendente habilidad para mutar de forma acelerada. La Organización Mundial de la Salud considera que las llamadas “bacterias asesinas” representan ya una importante amenaza global. A partir de un estudio difundido este año bajo el título “Resistencia a los antibióticos: informe mundial sobre la vigilancia”, un alto funcionario de la entidad dijo: “si no tomamos medidas importantes para mejorar la prevención de las infecciones y no cambiamos nuestra forma de producir, prescribir y utilizar los antibióticos, el mundo sufrirá una pérdida progresiva de estos bienes de salud pública mundial cuyas repercusiones serán devastadoras”. El mismo doctor, el japonés Keiji Fukuda, agregó: “el mundo está abocado a una era post-antibióticos en la que infecciones comunes y lesiones menores que han sido tratables durante decenios volverán a ser potencialmente mortales”.
Lejos del tono apocalíptico de los celadores del cuerpo humano, la industria farmacéutica se esmera en el desarrollo de un nicho clave, el de las píldoras para la mente. Es la consagración de la utopía narcótica. Pastas para todas y todos, en virtud de una incesante búsqueda del sentirse bien. Para trasponer los márgenes del rendimiento individual. Y para diseñar una tabla química de flotación, que nos permita surfear los deshilachados pantanos del ser social. La captura de la atención, la conquista del sueño y el combate contra la depresión, son los objetivos estratégicos de esta máquina delirante que ansía alcanzar, a corto plazo, la quimera de la disponibilidad total: intelecto vegetal.
Diciembre es nuestro mes de la saturación. Apoteosis del consumo festivo, masivo, a veces salvaje. Diciembre es el tiempo de la crisis, de su latencia. Diciembre es la amenaza de una desconexión. Y de múltiples apagones. Diciembre es la inminencia de un electrón perdido, que salta por los aires, para anunciar el arribo de un nuevo ciclo, ¿una repetición sin diferencia?
Por Colectivo Editorial Crisis