top of page

La encrucijada del ciclo extractivo


La difusión de la producción transgénica produjo la expansión de la frontera del monocultivo y se insertó (a través de la soja, fundamentalmente) en territorios históricamente arraigados a otros cultivos. Avanzó del centro (sede de los puertos) a la periferia (las nuevas tierras) llevando su geografía, sus técnicas y sus prácticas. Desde 1996, cuando se aprobó la primera variedad genética (producida por Monsanto e incorporada en el país por las demás transnacionales) hasta la actualidad, el modelo de gran producción transgénica se impuso en la Argentina como una fuerza colonizadora. En los últimos diez años, la soja pasó de ocupar 12 millones de hectáreas hasta alcanzar los 20 millones.

El negocio argentino se basó fundamentalmente en subproductos del complejo sojero, que en un 96% se venden en el exterior. Con eso se justifica la alianza de la Argentina con China y el bloque de países emergentes a su alrededor. Se trata de ensanchar la “ruta de la seda marítima del siglo XXI”, como lo definió Wang Quinmin, vicepresidente de la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino, órgano asesor del PCCh, en la VII Cumbre Empresarial China, América Latina y el Caribe, en San José de Costa Rica en 2013, uno de los tantos encuentros que se realizan para definir y avanzar en las relaciones comerciales con la región.

La Argentina proveyó 7,7 millones de toneladas de los 60 millones que China importó en 2013. Las ventas de soja a China le significan el 70%. Así, captando gran parte de las ventas externas del complejo principal, China evita depender directamente de su abastecedor y fortalecer su posición demandante. Su rol estratégico en el comercio mundial (en 2013, sus intercambios comerciales fueron de 4,16 billones de dólares) y su función de potencia “emergente”, permiten que despliegue su política de grandes inversiones en infraestructura e industrialización en sus países proveedores complementarias a sus propios desarrollos estratégicos.

A partir de esos “beneficios mutuos” y las relaciones “win-win” (todos ganan), la Argentina se plegó consecuentemente a las medidas que se deducían de ese nuevo “consenso de Beijing”: aceptó la posición subordinada centrada en el intercambio desigual (la balanza comercial se ensanchó hasta los 5 mil millones de dólares a favor de China, que vende caro y complejo, y compra barato y poco industrializado) y la importación de capitales como préstamos o inversiones directas, sobretodo en la infraestructura al servicio de la explotación de los recursos naturales y la producción de materias primas.

Desligar las consecuencias trágicas del modelo productivo de ese rol internacional que la Argentina adoptó para gestionar su producción, sería desconocer la naturaleza del modo de producción que se reformuló e impulsó en los últimos veinte años. El modelo de los agronegocios, de la gestión de la producción agropecuaria desde la especulación de las ciudades, la comoditización de la naturaleza y el conocimiento, la organización de una práctica productiva voraz y expansiva, que vuelve a colonizar el interior del país, imponiéndose ante lo que haya para modernizar y sumar al desarrollo, es la otra cara del territorio arrasado, el patrimonio arrancado y las poblaciones devastadas.

De la soja venimos, a la soja vamos

De acuerdo al Inta, entre 1995 y 2015, los rindes de soja crecieron un 45%. El precio, en ese mismo lapso, aumentó un 32%. Sin embargo, los costos que se derivan del tratamiento de malezas e insectos resistentes, la exigencia de agroquímicos y fertilizantes, y las cargas generadas por el monopolio (de capital principalmente extranjero) de los grandes actores en la distribución de insumos, reduce las posibilidades de subsistencia en proporción con el tamaño del productor: es necesaria más tecnología, para tener rendimientos aceptables y se pueda continuar la cadena.

En esas condiciones, sin la asistencia del estado, la pequeña producción está condenada a resistir hasta ceder y dejarle paso a los grandes inversores. Siguiendo esa dinámica aparecieron los rentistas y la producción del campo se organizó en torno a las decisiones tomadas en las oficinas de las ciudades, donde se concentró la población desplazada, que sirve como mano de obra de los proyectos inmobiliarios y las inversiones donde se vuelcan esas rentas extraordinarias. También se gozan de las posibilidades del incentivo del consumo.

Ese desplazamiento y reemplazo de los actores de la producción irrumpe en la contradicción abierta entre la dirigencia agraria, en la crisis misma del paradigma productivo que se encuentra con sus limitaciones.

En ese juego, los primeros perdedores son los actores más chicos, que no cuentan con el respaldo financiero necesario para hacerle frente. Son, en gran parte, también dueños de esas tierras despojadas que alquilaron sus campos y se quedarán con los despojos.

Los emprendedores del campo

El surgimiento de un nuevo empresariado agrario fue acompañando la complejización técnica que experimentó la producción de la mano del paradigma de crecimiento y alta rentabilidad que conformó el mapa productivo desde el impulso de las novedades biotecnológicas y el principio de escala.

Al productor se le exigió un mayor conocimiento y se los vinculó a una serie de prácticas y de saberes técnicos específicos que poco tienen que ver con la tradición desplegada en relación con la tierra y la historia: obligaciones tecnológicas desprendidas de esa lógica productiva basada en el crecimiento de volúmenes, las altas rentabilidades y las escalas productivas.

Una concepción de producir más, con los mayores márgenes posibles y por medio de agentes debidamente eficientes: la pequeña producción, las economías regionales, las prácticas productivas vinculadas con las tradiciones ancestrales, no tienen lugar en ese ordenamiento donde lo que manda es el criterio de la explotación distante de los recursos naturales. El crecimiento entendido como acumulación, con la distribución del producto como un problema subsiguiente.

Fue, de esa manera, la forma específica que adoptó el nuevo mercado mundial, que demandaba los alimentos y materias primas de los países latinoamericanos. La llegada del capital especulativo empujó el avance de ese modelo de producción con alta tecnificación, amplios márgenes de rentabilidad y libertades especulativas. La soja, como commodity, sujeta a la especulación de las bolsas internacionales, queda representada localmente en los consorcios semilleros y exportadores de capital extranjero que determinan toda la cadena productiva (aunque su participación en las exportaciones se fue compensando con la aparición de firmas nacionales).

La producción soberana se tradujo en agronegocio, y en el camino quedaron las franjas de productores y pobladores vinculados a ese modo de producción propio del territorio. Un modelo en el que entran sólo un puñado de productores vinculados a esa producción especulativa.

La incorporación de la alta tecnología a la producción agropecuaria, el conocimiento aplicado en busca de mejores ventajas para la explotación, es el modo en el que la Argentina se alineó como gran productor primario, siguiendo los objetivos del “crecimiento con inclusión”, en un mundo en plena tensión entre los países superdesarrollados del occidente y las nuevas potencias emergentes que empezaban a competir en ese modelo de desarrollo. Ese ciclo ascendente en términos de volúmenes productivos y de divisas generadas para la aplicación de políticas activas, llegó a la frontera en donde sus propios efectos dificultan la continuidad de su práctica.

La búsqueda de la semilla perfecta

La puja por mejores niveles de calidad internacional en los productos (sobretodo en la soja) y las necesidades impuestas por la alta demanda externa en una economía organizada para el abastecimiento, llevó a que las consecuencias extractivas del modelo productivo sean dejadas de lado o planteadas en términos de obstáculos que impiden la explotación expansiva de los recursos.

Estados Unidos, centro neurálgico de la producción sojera mundial, encabeza la búsqueda de soluciones para los problemas de calidad de la soja en algunas regiones. Jared Hagert, vicepresidente de la United Soybean Board (Usb), comentó sobre esas investigaciones de “nuevas tecnologías” que permitan elevar los niveles de energía y así incrementar la calidad del producto y, por lo tanto, el precio en el mercado internacional. Según la revista Poultry Science, la soja norteamericana está en segundo lugar, con 47,3% de proteína, entre los países productores de soja, detrás de Brasil (48,2%) y antes que la Argentina (46,9%).

La resistencia natural es una adversidad, un síntoma del modelo productivo que pone en entredicho al modelo mismo. La urgencia impone la necesidad de respuestas efectivas: eventos biotecnológicos que se caen más rápido, la necesidad de aplicar mayores dosis de insecticidas, la aparición permanente de plagas y enfermedades del suelo, son el límite que se le presenta a ese modelo de explotación ampliada de los recursos naturales para el aprovechamiento de los buenos precios del mercado.

La pérdida de suelo, en la Argentina, varía entre las 19 y 30 toneladas en función del manejo y las condiciones del suelo y el clima. Para producir las –aproximadamente- 100 millones de toneladas que produce la Argentina se necesitan alrededor de 9 millones de toneladas de fertilizantes. Hoy se reponen 3,3 millones de toneladas, menos de la mitad de los nutrientes que se extraen. Según un estudio realizado por Adama junto con la Facultad de Agronomía de la Uba, el sector agropecuario destina 1.300 millones de dólares por año para combatir las malezas resistentes. El costo que asumen los productores es lo que frena una pérdida de alrededor de 8.800 millones de dólares.

Sin embargo, una nueva ley que regule la utilización de fertilizantes y el uso de los nutrientes no aparece en las agendas de ningún candidato a quedarse con el gobierno, ni en los reclamos de los sectores que representan. El pensamiento hegemónico en los asuntos agrarios en la Argentina, parece tener claro sus prioridades: el proyecto es cómo no perder mercados y continuar con el crecimiento productivo en las condiciones presentes.

Efectos secundarios

Sin embargo, es como consecuencia de ese mismo modelo productivo que la tierra comienza a mostrarse como un problema múltiple: se replican los conflictos en torno a la propiedad y a las formas y condiciones de arriendo con movimientos de resistencia organizados en distintos países; avanza el deterioro de los suelos que impacta en la calidad del producto y, por lo tanto, en su capacidad para transarlo mejor en el mercado; la rentabilidad queda atada a los procesos políticos y sus decisiones coyunturales, lo que afecta a los mecanismos inmediatos para gestionar la producción; los precios internaciones proponen vaivenes que exigen consolidar las bases productivas y reducir riesgos; y el saber tecnológico es desafiado por la aparición de malezas y especies resistentes que disminuyen los rindes.

En ese contexto, la lectura que los sectores dominantes de la gran producción hacen va en busca del objetivo de intensificar la producción, hacerla más eficiente conservando los recursos indispensables para asegurar la rentabilidad. Fertilizar, asociación civil que reúne a empresas productoras de fertilizantes, actúa como portavoz pidiendo menores intervenciones estatales para que los productores utilicen los recursos para la aplicación de sus productos. Pero el campo históricamente ha sido poco afín a la reinversión de utilidades; en tiempos de agronegocios, esa tendencia parece intensificarse.

Una mayor flexibilidad política ayudaría a retener para sí un mayor porcentaje de las ganancias del modelo exportador: una respuesta al tironeo del excedente de divisas generadas con las grandes exportaciones. La respuesta productiva es engendrada por la respuesta política. Las contradicciones que saltaron en el propio seno del sector agropecuario (resquebrajándose la Mesa de Enlace, su herramienta por excelencia) surgen del agotamiento mismo de ese modelo, que generó la desaparición sistemática de la pequeña escala (pequeños y medianos chacareros, agricultores familiares, comunidades originarias) el arrasamiento de tierras y poblaciones, y la transformación de los hábitos de consumo y la relación del trabajo y la producción.

El poder político dominante, con sus candidatos visitando las ferias y exposiciones de la gran producción, aliándose con sus dirigentes y prometiendo la “liberalización” del sector y el fin del “intervencionismo” distorsivo (desactivando parte de esas medidas implementadas a partir del 2002 que garantizaban ese “desarrollo con inclusión”) asume una posición clara ante esa contradicción: la matriz productiva no es problema, la cuestión es que continúe siendo eficiente más allá de las bonanzas circunstanciales.

bottom of page