Esta semana murió Lilia Ferreyra, periodista, militante política y quien fuera la compañera de los últimos diez años de la vida de Rodolfo Walsh. El 23 de diciembre de 2001 se publicó en Radar esta crónica en la que relataba paso a paso los pormenores que rodearon la escritura de la Carta de un Escritor a la Junta Militar. El texto recrea además esos últimos meses, el traslado de Buenos Aires a la clandestinidad de San Vicente y el momento final de entrega de la Carta. Aquí se reproduce este texto excepcional en su homenaje.
Poco antes de la medianoche, terminó de pasar en limpio la última copia de la Carta y se masajeó los dedos. Desde hacía algún tiempo le habían empezado a doler las articulaciones. “Artrosis”, dijo. “Pero todavía le pego a las teclas.” Nos reímos y empezamos a ensobrar las diez copias dactilografiadas con carbónico de ese texto que había comenzado a escribir tres meses atrás.
Pocas semanas antes de cumplir cincuenta años –había nacido el 9 de enero del ’27– quiso definir dos apuestas para el 24 de marzo del ’77, aniversario del primer año de gobierno de la Junta Militar: terminar el cuento “Juan se iba por el río” y difundir un documento que denunciara los crímenes de la dictadura.
UN LARGO VERANO
Había tiempo para ganar esa apuesta. Durante años, Rodolfo trató de programar las horas de escritura en un plan de trabajo que pocas veces pudo cumplir. Era una de sus obsesiones. “En la hipótesis de seguir escribiendo, lo que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”, remataba su breve autobiografía en 1965. En el ’67, la escritura del cuento “Un oscuro día de justicia” y el proyecto de una novela –cada una en carpetas distintas– se entrecruzaban con las extensas notas para la revista Panorama (“con el mismo cuidado y la misma preocupación con que se podía trabajar un cuento o el capítulo de una novela; es decir, dedicarle a una sola nota el trabajo de un mes”). Entre el ’68 y el ’70, el periódico CGT y la investigación de Quién mató a Rosendo arrasó con los cronogramas minuciosamente anotados que, sin embargo, intentó infructuosamente recuperar en 1971 para preparar una nueva edición (o tercera versión) de Operación Masacre y la publicación en forma de libro del Caso Satanowsky. Pero su participación en los grupos del Peronismo de Base y los vertiginosos tiempos políticos aceleraron su compromiso militante y en 1973 se integró a la organización Montoneros. El proceso histórico acortaba los días y cada vez fue más difícil proteger las horas destinadas a la reflexión de su escritura. Pero seguía escribiendo desde la identidad colectiva de ser parte de una organización: informes políticos, despachos de ANCLA, los documentos críticos, Cadena Informativa. Las carpetas con sus otros textos personales nos seguían acompañando en cada mudanza clandestina. Aunque Rodolfo siempre encontraba algún resquicio para volver sobre ellos, generalmente quedaban guardados en algún bolso o en algún cajón.
En diciembre del ’76, iniciamos “la expedición al sur”. Rodolfo había colgado un mapa de la provincia de Buenos Aires en la pared del mínimo departamento donde vivíamos en la Capital. “Hay que seguir la ruta de las lagunas porque nos quitaron el Tigre. Necesito vivir cerca del agua”, dijo. Observó el mapa y encontró la más próxima: la laguna de San Vicente. Llegamos en tren y preguntamos en la estación dónde estaba la laguna. Después de merodear por calles de tierra la encontramos. Los grandes juncales la habían reducido casi a un charco. Nos sentamos sobre unas piedras y, sin desanimarse, Rodolfo empezó a imaginar en voz alta la recuperación de la laguna, achicando el juncal y limpiando las orillas. Los árboles, el silencio y la placidez de la siesta decidieron la elección de San Vicente como la primera estación en el largo camino hacia el sur. Cuando nos mudamos a la casita, empezó a sentir que el tiempo podía alargarse. Nos despertábamos temprano y la noche tardaba en llegar.
Habíamos salido del “territorio cercado”: Buenos Aires. Habíamos encontrado el lugar y el momento para un futuro posible. Y Rodolfo disponía de casi tres meses para escribir la Carta y ganar la apuesta. Los papeles dispersos empezaron a ordenarse y las carpetas con los distintos temas ocuparon su lugar en los estantes. Los hilos de investigaciones pasadas se cruzaban en nuevas tramas: nombres y grupos que habían formado parte de estructuras parapoliciales o paramilitares, fichas con legajos artesanales, carpetas con los recortes periodísticos sobre muertos en enfrentamientos, presuntos tiroteos. Temas que habían sido procesados y difundidos por la Agencia Clandestina de Noticias. Los primeros borradores se referían casi exclusivamente a describir y denunciar los mecanismos del terror.
Sin dejar de pertenecer a la organización Montoneros, Rodolfo pudo finalmente organizar el tiempo de trabajo: cuando no era necesario cumplir con una cita, escribía a la noche; a la mañana releía y corregía. Antes de finalizar el año, había pasado en limpio la Carta a mis Amigos, sobre la muerte de su hija Vicki. La escritura era su líquido vital por donde drenaban el dolor y la razón.
CATILINARIAS
En la primera semana de enero, tomamos el Cañuelas en Constitución para volver a San Vicente. Eran las cuatro de la tarde y el sol abrasaba los descampados de los barrios del sur. Pocos árboles, techos de chapa, calles de tierra reseca. Pegado a la ventanilla, Rodolfo empezó a hablar sobre la discriminación del agua, del poder sobre el agua, de los que disponen el dispendio del agua para unos y la escasez del agua para otros, del césped y los jardines privilegiados, tan verdes, tan prolijamente regados. El ómnibus frenó en una parada y subió un canillita voceando la tapa de Crónica. En las primeras páginas leímos que en un “intento de fuga” habían muerto Dardo Cabo y otros siete compañeros, que estaban presos desde abril del ’75. El aire se hizo más sofocante. Fusilados.
“La lucha que libramos no reconoce límites morales ni naturales, se realiza más allá del bien y del mal”, había dicho en junio del ’76 el teniente coronel Hugo Ildebrando Pascarelli. ¿Qué significaba? Rodolfo creía en la existencia de perversos e imbéciles, pero no en demonios. Era necesario desentrañar las razones más profundas del golpe militar. Los primeros borradores sobre la represión pasan a formar parte de una reflexión más estratégica y definen la nueva estructura de la Carta: la interrupción del proceso democrático, el plan político y económico, y la necesidad del aniquilamiento de cualquier forma de resistencia para aplicarlo.
Pero esa carta ¿debía tener un autor? Preocupado con algunos, indignado con otros, Rodolfo no podía concebir el silencio de los intelectuales que podían encontrar resquicios a la censura. En 1968, en el “Programa del 1º de Mayo de la CGT de los Argentinos”, había escrito: “El campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”. Rodolfo era un militante revolucionario, pero elige escribir la Carta desde su lugar como intelectual y con su propia identidad. “Vuelvo a ser Rodolfo Walsh”, dice. Y titula el texto: Carta de un Escritor a la Junta Militar.
Después de varios borradores, fue encontrando el tono, el ritmo, la tensión de las frases. Con el café de la mañana o la ginebra de la tarde, declamaba en latín frases de las Catilinarias que había traducido minuciosamente en un cuaderno Avon en los años ’60. Quería trabajar ese estilo: “Como las invectivas latinas; la palabra escrita con la contundencia de la palabra oral”. Como una piedra en el agua, el concepto se ampliaba en la concisión de tres cláusulas: “Lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”. En las noches, me leía cada párrafo atisbando mi gesto de duda, rechazo o aprobación ante un adjetivo o una palabra de más o de menos que debilitara un concepto o alterara su ritmo. “Estos episodios no son desbordes de algunos centuriones alucinados sino la política misma que ustedes planifican en sus estados mayores, discuten en sus reuniones de gabinete, imponen como comandantes en jefe de las tres armas y aprueban como miembros de la Junta de Gobierno”. La precisión y contundencia de un golpe de timbal.
APUNTES SOBRE LA CARTA
Elige como primer tema defender el proceso democrático, sin hacer ninguna concesión al gobierno de Isabel Martínez: “El 24 de marzo de 1976 derrocaron ustedes a un gobierno del que formaban parte, a cuyo desprestigio contribuyeron como ejecutores de su política represiva y cuyo término estaba señalado por elecciones convocadas para nueve meses más tarde...”. En unos pocos párrafos resume el planteo general de la Carta. No quería que ese documento quedara circunscripto exclusivamente a la denuncia de la represión. El golpe militar había quebrado la posibilidad de reencauzar legítimamente el proceso democrático y ese proceso era una apuesta al futuro. “Invirtiendo ese camino han restaurado ustedes la corriente de ideas e intereses de minorías derrotadas que traban el desa-rrollo de las fuerzas productivas, explotan al pueblo y disgregan la Nación. Una política semejante sólo puede imponerse transitoriamente prohibiendo los partidos, interviniendo los sindicatos, amordazando la prensa e implantando el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina.”
En los párrafos siguientes describe la magnitud del terror. Cada uno de ellos es la síntesis de un riguroso seguimiento de información. Entre otras fuentes, guardaba los recortes de los listados de recursos de hábeas corpus presentados que publicaba el diario La Prensa. “Más de siete mil recursos de hábeas corpus han sido contestados negativamente este último año...”.
Una noche captó en la banda de alta frecuencia que utilizaban los organismos represivos un radiograma dirigido a todas las unidades militares prohibiendo informar sobre la aparición de cadáveres. “Entre mil quinientas y tres mil personas han sido masacradas en secreto después que ustedes prohibieron informar sobre hallazgos de cadáveres...”. Cuatro líneas que condensan varias horas de empecinada búsqueda de la clave para descifrar ese radiograma en código, pero también largos años de empecinado trabajo sobre esos métodos de captación de información. Autodidacta de la criptografía (que practicó con éxito en Cuba, cuando en 1960 descubrió la clave de los mensajes cifrados desde Guatemala) nos enseñó a mí y a otros compañeros, entre ellos a Horacio Verbitsky y a Pirí Lugones, a entender la lógica de esa técnica de camuflaje lingüístico.
Una tarde volvió de la Capital, donde se había encontrado con un miembro de la organización, preocupado por las objeciones que éste le había hecho al planteo estratégico de la Carta: para ese militante, el texto debía enfocar exclusivamente la represión directa y no estaba muy convencido de que la firmara con su nombre. Aunque había decidido no modificar su concepción del documento, Rodolfo asistió a nuevas reuniones y logró imponer su visión de lo que debía ser el eje medular de su denuncia y lo ubicó como enunciado de la última parte: “Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. La piedra basal de la flexibilización laboral y las privatizaciones que ya insinuaba el Fondo Monetario Internacional. La razón más profunda del terror que implantó la dictadura militar para que impregnara a las generaciones futuras.
LA ULTIMA APUESTA
Al llegar el mes de marzo, anticipó el triunfo de la apuesta –los borradores de la Carta y el cuento avanzaban satisfactoriamente– y decidió festejarlo el sábado 26 con un asado que íbamos a compartir con su hija Patricia, su marido Jorge y sus nietos: María, de tres años (a quien llamaba “demonio negro”), y Mariano, recién nacido. La hija menor de Patricia, Fiorella, nació muchos años más tarde. La hija de Vicki, Victoria (el “gusano rojo de la pradera”), sólo tenía un año y medio, y vivía con sus abuelos paternos (su padre, Emiliano Costa, estaba preso).
Faltaban pocas semanas para el 24 y Rodolfo tenía otras urgencias: Cadena Informativa, los cuentos, sus memorias y la discusión sobre las propuestas de repliegue. Y también recuperar “la cultura de la tierra”, aprender a manejar la guadaña para cortar los yuyos, eliminar los hormigueros, mimetizarse cada día más con el vecindario de ese barrio que no tenía luz eléctrica.
En la primera semana de marzo partimos junto a unos pocos vecinos rumbo a la municipalidad de San Vicente para reclamar la instalación de la luz. Como en ese lugar Rodolfo era un maestro de inglés jubilado, lo habían elegido para que fuera uno de los que hablaran con los empleados encargados del tema. Los hombres iban acompañados por sus mujeres, así que yo me quedé con las vecinas charlando bajo el sol del mediodía en la puerta de la municipalidad, y ellos entraron. Al rato, la calle se conmocionó con la llegada de tropas del Ejército. Algunos se apostaron en las veredas y otros entraron al edificio. Nos quedamos paralizadas en el lugar; no pudieron corrernos. Nunca supimos en qué consistió ese procedimiento. Al cabo de media hora, Rodolfo y los vecinos salieron hablando con risas algo nerviosas. Pero me miró y se sonrió: no se habían fijado en él. Como un vecino más, lo habían dejado a un costado con los otros y con cierta condescendencia les habían dicho que se fueran.
No conseguimos la luz pero regresamos a la casita. Al atardecer, encendimos las lámparas de querosén y Rodolfo siguió corrigiendo la Carta con las duras teclas de la Olympia portátil.
En la medianoche del jueves 24 de marzo de 1977 festejamos haber ganado la apuesta. El viernes 25, un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada lo emboscó en la esquina de San Juan y Sarandí. Pero no alcanzaron a evitar el disparo más certero de su mejor arma: media hora antes, Rodolfo había descargado en un buzón de Buenos Aires las primeras copias de la Carta de un Escritor a la Junta Militar.