La Facultad de Ciencias Médicas de Rosario hizo algo inédito: respondió a la angustia del pueblo de San Salvador por las enfermedades que lo están matando. Realizó una encuesta que además de datos, ya aportó algo importante: escucha y contención.
Todo comenzó con una inquietud que reptó por las calles de tierra, esquivó a los perros y gatos que las custodian como firmes gladiadores y golpeó la puerta de las casas de San Salvador, la Capital Nacional del Arroz, municipio entrerriano de 14 mil habitantes, a 56 kilómetros de Concordia y 200 de Paraná. Esa inquietud se materializó en un censo casero realizado por los vecinos y las vecinas, que activó la alarma: los registros indicaban que desde 2010 casi la mitad de las muertes eran producidas por diversos tipos de cáncer. Sin discriminación: señores, señoras, niñas, niños.
La movilización vecinal alertó a la municipalidad, que, en un primer momento, había sugerido que las enfermedades se debían al “tabaquismo”. Las acusaciones vecinales, sin embargo, apuntaban a la contaminación producida por los molinos arroceros y las fumigaciones agrotóxicas, cuyo cultivo dejó anticuado el eslogan de la ciudad: la soja golea por 30 mil hectáreas a las 8 mil que hoy hay dedicadas al arroz.
En el medio, las personas que quieren saber qué los está matando.
Investigación de campo
El intendente Marcelo Berthet, obligado a actuar, convocó a la Facultad de Ciencias Médicas de Rosario para realizar un relevamiento. La referencia no es azarosa. Desde 2011 la carrera de Medicina incorporó como práctica final la realización de un campamento sanitario como instancia de graduación. Tras nueve meses intensivos donde los futuros profesionales rotan por centros de salud y hospitales, la etapa final implica pasar cinco días en una comuna caminando, relevando y encuestando los problemas de salud de la comunidad.
“Definimos armar un equipo específico para hacer una investigación en San Salvador”, dice Damián Verzeñassi, responsable académico de la práctica, y aclara dos cosas.
• Una: “No vinimos a buscar ninguna enfermedad en particular”.
• Otra: “En esta ocasión no es un campamento, sino un relevamiento epidemiológico con la metodología de muestreo que nos permita saber cuál es la situación de salud en la ciudad”.
¿Cuál es la diferencia? Los campamentos se realizan en pueblos de no más de 10 mil habitantes, y las encuestas son hechas por grupos de entre 50 y 120 estudiantes. San Salvador tiene 14 mil, y el equipo de la Facultad es menor: hay 25 personas entre coordinadores, docentes, graduados y estudiantes avanzados. Por eso aplican la metodología de muestreo aleatorio: encuestan una casa cada cuatro. El punto de partida no es arbitrario: lo sortearon. Así los investigadores pretenden eliminar cualquier duda o acusación de sesgo y, lo que es más importante, establecer una muestra representativa. “Todo el equipo se formó desde el punto de vista metodológico y técnico sobre la epidemiología comunitaria, social, crítica, y además sobre estadística. O sea: no vinimos sólo con un grupo de gente que es encuestadora, sino con un grupo de investigación”, remarca. El equipo consiguió relevar 850 hogares. “Es el 20% del pueblo”, precisa.
Muchas personas que habían salido sorteadas se acercaban a la parroquia Santa Teresita -allí la Facultad estableció su base- para avisar que estaban trabajando cuando pasaron por sus casas. El equipo lo chequeaba y, si era así, la encuestaban. Otros, los que no salieron sorteados, se arrimaban porque tenían dolencias que contar. Se los escuchaba, pero no formaron parte de la encuesta. Cada cuestionario era anónimo, y las personas debían firmar un consentimiento antes de la primer pregunta.
Los resultados se cruzarán con las muestras de tierra, agua y aire que esa misma semana recogió el equipo del doctor en ciencias exactas Damián Marino, del Centro de Investigación de Medio Ambiente de la Universidad Nacional de La Plata.
Los pioneros
El teléfono de Andrea Kloster no para de sonar: periodistas, vecinos, compañeras. Es una semana especial en San Salvador: se están buscando respuestas. El camino que condujo a este día, pese a ella, la transformó en una referente. “No tenemos intereses creados. Tenemos vidas comunes. Fuimos aprendiendo en el andar. Fue una lucha”.
Esa lucha comenzó hace nueve años cuando el Negro Roberto Salvador Kispe fue a trabajar al molino y despertó en el hospital. Aspiró phostoxin, el veneno que se utiliza en el arroz, y cayó seco. Estuvo una semana en terapia intensiva. “Gracia a Dió la pude contar”, dice. Hoy es uno de los que, junto a Andrea, sostiene la organización que bautizaron Todos por todos.
Otro es Daniel Ginvenar, que en los últimos diez años trabajó en molinos paliando el polvillo de los silos. Hoy usa una máscara respiratoria para dormir. Duerme tres horas y media por día. ¿A pesar de la máscara? “Gracias a eso. Antes dormía de a minutos”.
Ninguno de los tres salió sorteado para la encuesta.
El precursor y la nube
Las preguntas inquieren sobre cuántas personas viven en la casa, si tienen obra social, si fuman, si tienen cloaca, si toman agua de la canilla, si tienen gas, si alguien de la familia tuvo algún problema de salud, si alguien falleció, si se atienden en el hospital local y qué nota le pondrían, si perciben algún problema sanitario en el barrio, si identifican algún foco de ese problema, si donaron sangre.
El “polvillo”, “las fumigaciones” y “las cloacas” aparecen como tres de los principales focos señalados. Uno describió que hay días que la ciudad “queda como flotando” por el polvillo. “Es una nube que envuelve al pueblo”, dice el hombre, 37 años, hincha de River, como si hablara de una película de terror de John Carpenter.
Las notas respecto del Hospital San Miguel de San Salvador fueron dispares. Los que pusieron de 5 para arriba, señalan la falta de insumos. Los que lo calificaron con 5 para abajo, le agregan la mala atención. “Eso es importante. Nos lleva a preguntarnos qué rol cumplimos”, dice Analía Zamorano, docente y coordinadora de la práctica final, con sincera autocrítica.
En el hospital informaron a MU que el sector oncología -que atiende sólo los martes por la mañana- atiende unos 20 casos al mes. “Sí, es un montón”, comentan en mesa de entradas. “Dicen que es por los agroquímicos, pero yo no sé”.
Azufre
El niño en bicicleta abre la puerta de su casa y le avisa a la mamá que la están buscando para hacerle una encuesta. La mujer responde desde el umbral: 33 años, marido, tres hijos, hasta quinto año de la escuela, no trabaja, obra social, no fuma. El marido trabaja de 5 a 12. “Trillando soja, las fumigaciones, la siembra”.
¿Fuma él?
No.
Nacieron en San Salvador.
Toman agua de la canilla.
¿Olores desagradables? Señala en diagonal a su casa. Hay un galpón. “Supuestamente guardan productos ahí. Es un olor como a azufre re-fuerte”.
¿Problemas de salud?
“Yo ando, pero tengo un problema en la vejiga. No sé qué tengo. Me medicaron con una pastilla durante un mes. Me dijeron que tengo que ir por estos días, que capaz las iba a tener que tomar de por vida.”.
Sigue la encuesta.
En 2007 perdió un bebé: “Vino malformado”. Por esa época también la operaron de un quiste de ovario.
Uno de sus hijos es disléxico.
Todos son alérgicos.
¿Problemas de salud en el barrio?
“Mucho cáncer y personas alérgicas”.
¿Alguna fuente de contaminación?
“Para mí, esto que fumigan. La soja está muy cerca del pueblo”.
Otros médicos
Las jornadas comienzan a las 8 de la mañana con café y medialunas en la parroquia. Salen a encuestar a pie o van en una movilidad de la municipalidad. Todas y todos visten la remera naranja que especifica: “Facultad de Ciencias Médicas de Rosario”. Pasado el mediodía vuelven a la parroquia, donde almuerzan, para luego meter un sprint final hasta la noche. Hay graduadas, graduados, estudiantes avanzados y un infiltrado: “Yo estudio licenciatura en administración”, sorprende Martín Toriggino, 25 años. “Cursé la materia electiva de Salud Socioambiental y me interesó”. Martín, de todos modos, no realiza encuestas.
Lucía Enríquez, sí. Está recibida, es docente, y dice que la experiencia del campamento sanitario le cambió la cabeza: “Fue un punto de inflexión en mi carrera. Era ver cómo la facultad volvía a las comunidades y trabajaba para ellas. La salud es una construcción: la comunidad tiene un rol tan activo como el equipo de salud”.
Martín Dahuc, graduado: “Llega en un momento donde te permite replantearte cuál es el rol del médico y qué profesional necesita hoy nuestro país. Aprendí que hay muchas cuestiones que uno ve en los consultorios y no las puede resolver allí. Estoy haciendo mi posgrado en pediatría, en Gualeguaychú, y vi que aparecen un montón de malformaciones que escapan a la media nacional. Para estudiarlo en profundidad la única forma es trascender las fronteras del consultorio, inclusive del hospital. Podemos darles miles de medicaciones, pero no se va al eje. Esta es una forma de estudiarlo: formamos un dato”. Dahuc grafica su compromiso: “Estas son mis vacaciones”.
Nadia Zampini, 26 años: “El modelo de médico que necesita nuestra comunidad ya no es el que está detrás de un escritorio y le da órdenes al paciente sobre lo que tiene que hacer respecto de su vida, sino el de trabajar junto a las poblaciones para mejorar su calidad de vida”.
¿Cómo lo ve el administrador de empresas? “En mi carrera nunca se apunta a eso -admite Toriggino- Tiende a alejar cada vez más al hombre de su propia comunidad. No contempla que, a la hora de trabajar en una oficina, una decisión puede impactar a 500 kilómetros de donde vos estés”.
Un virus
Marisa es docente de música, 42 años, esposo camionero, dos hijos mellizos, uno camionero, el otro trabajador en un molino arrocero. Frunce la nariz cuando le preguntan si hay olores desagradables en el barrio: “Fuuu, acá se sienten olores de todos lados. Hasta dentro de la casa”.
Tomaban agua de canilla hasta el año pasado: “Tuvimos cuatro internados. Diarrea y vómitos. Dijeron que era un virus. No era algo de la comida porque mi hijo había comido en casa de mi mamá, yo en la escuela y mi marido en la ruta”.
Dice que va al hospital local sólo para emergencias, que la atención es buena, pero faltan médicos y medicaciones.
¿Problemas de salud en la familia? “Yo soy alérgica. De noche se me cierra el pecho. Nadie de mi familia era así”, aclara. “Mi marido tiene muchos dolores de cabeza, todavía no le detectaron qué tiene. Son puntadas. Le molesta la luz, no sabemos qué darle. Mi hijo no tiene nada, y eso que trabaja en el molino arrocero. Cómo va a estar mañana, no sé”.
¿Problemas de salud en el barrio? “Mucho cáncer y virus que no se sabe qué son. Y muere gente. Ahora tengo mi sobrino en Concordia, internado, piedras en la vesícula, 13 años. También tiene problemas de respiración, de alergia. Estuvo muy mal, con dolor de espalda, vómitos, náuseas, y ahora parece que lo van a operar, pero tiene infección y está con suero. Tengo miedo por él”.
¿Piensa que hay algún foco de contaminación? “Un día vimos, cerquita de los molinos, un avión que tiraba polvo blanco. Y le
digo a mi marido: todo esos agroquímicos que tiran, contaminan. Estamos rodeados de eso. Y después te dicen que es un virus, pero no te dicen cuál”.
El quiebre
Son casi las 9 de la noche y Damián Verzeñassi acaba de salir de la última casa del día. Durante la caminata de vuelta hacia la parroquia, comenta: “No se puede adelantar una hipótesis, porque sería irresponsable. Pero estos días sí me permitieron, en lo personal, comprender la importancia de haber venido. Más allá del resultado que pueda darse una vez finalizado el trabajo, es innegable que la población tiene una preocupación que debe ser atendida por las autoridades. El Estado tiene que hacerse cargo de la preocupación de la población respecto de lo que pasa. Por eso está acá la universidad pública”.
Sigue: “Para nosotros el principal valor es que la facultad vuelva a comprometerse con la comunidad para ponernos a disposición de lo que necesita”.
La frase suena romántica, pero la Facultad de Ciencias Médicas la convierte en práctica.
Un caso
Suena el teléfono en la parroquia. Una mujer avisa que pasaron cuatro veces por su casa, que no estaba, que si pueden pasar, que si viene ella. ¿Salió sorteada?
Salió.
La mujer es Patricia Jourdan, 39 años, maestra. Al lado está su marido, Diego Derudder, 45, comerciante. Viven hace 21 años en San Salvador.
¿Sienten olores desagradables?: “Está el humo del basural. No se puede respirar. Y después están las silobolsas de soja. Es insoportable”.
¿Falleció alguien en la casa?
Patricia responde bajito: “Sí, mi hija. Tenía 14 años. El año pasado. Tenía leucemia mieloblástica aguda. El 29 de noviembre de 2013 se lo diagnosticaron”. Los primeros síntomas fueron dolores en la cadera. “Como si se hubiera golpeado. La llevamos a los médicos de acá, le hicieron análisis, pero nada”. Más análisis: nada. “Un día le dolía y le dolía. Nosotros pensamos que como hacía danza, lo decía para no ir. En Villaguay le hicieron placas, ecografía. Nada. Nos mandaron a Paraná a hacer una resonancia. Y ahí sí, salió. El médico nos dijo: 'Lamentablemente esto es leucemia'. La nena estaba ahí...”
El derrotero fue así de cruel.
Murió en octubre.
Silencio.
La encuesta sigue.
¿Problemas de salud en el barrio?
“Tumores, ACV, cáncer de garganta. Eso antes no se veía”.
¿Perciben algún foco? Diego: “Hay montones de versiones. Acá cerca estaba la pista de los aviones fumigadores, dicen. Al lado de la escuela estaba el galpón. ¿Sabés qué pasa con los productos? Los mezclan. Ando por el campo todos los días y no podés discutir con la gente porque están fanatizados con que eso es remedio”.
Patricia: “Nosotros entablamos buena relación con los médicos. Todos nos dicen que son los agroquímicos, pero no me pueden dar nada por firmado”.
Diego: “Presenté tres denuncias por fumigaciones. ¿Sabés lo que me dijo el fiscal? Que lo que pasa es que tiene que haber un caso”.
Silencio.
* Publicado originalmente en Mu, el periódico de lavaca