La toma del barrio Comechingones en Córdoba, lleva más de dos años en pie, pese a los diversos ataques del Estado y de emprendimientos privados. Cómo sostener un nuevo modelo de vida.
Alejo (14) crece rodeado de árboles, con un paisaje agreste como telón de fondo y custodia policial las 24 horas. ‘¿Qué más pedir?’, diría la publicidad de un mega-barrio privado de las afueras de cualquier urbe argentina. Las dos primeras ventajas que presenta el asentamiento Los Comechingones están aceptadas. Fueron buscadas. La tercera, fue impuesta. Sobra. La familia de Alejo no quería vivir en un country. La seguridad, entienden, pasa por otro lado. En este caso, la mirada policial controla el adentro y no el afuera. Los peligrosos son los que viven allí: ese ejemplo de vida digna que no debe propagarse como virus hacia el exterior. La toma de tierras que desde hace más de dos años encabeza un colectivo de familias en Cuesta Blanca, departamento Punilla, se ha hecho bandera de otra forma de pensar el hábitat. Y por distintas vías, el Estado ha buscado pulverizarla.
A fines de 2012 comenzaron los primeros movimientos. Para marzo de 2013 se concretó el plan. Unas sesenta familias ocuparon tierras en una de las zonas inmobiliarias y turísticas más apetecibles de Córdoba. Falta de acceso a precios justos de alquiler; imposibilidad de acceso a crédito para pensar en la casa propia; y una mirada común sobre la forma de organizar un barrio convergieron para que estas familias avanzaran sobre estos lotes. “Siempre buscamos que sea dentro de la legalidad para que sea una toma estable, y eso nos mantiene hasta el día de hoy en nuestros lugares”, cuenta David Descole (52), acerca de la información que manejaban sobre la falta de propietarios de esos terrenos.
Algunos empresarios inmobiliarios de la zona no tardaron mucho en querer desgastar la toma. “Empezaron a reclamar y decir que eran dueños, pero vinieron de muy mala manera, con un actuar casi mafioso, armados, amenazando, y hasta prendieron fuego materiales de un compañero”, relata Yanina Arias (35), la madre de Alejo, y de otros tres niños. Los ocupantes del barrio Comechingones sabían que quienes se arrogaban derechos de propiedad (Cucanja, Crosetto y Ortuzar) sobre esa área de Cuesta Blanca sólo especulaban. “Hasta hoy no pudieron demostrar nada, porque nunca fueron dueños de eso”, remarca David, morocho, pelo largo y sonrisa generosa.
De la prepotencia empresaria a la violencia policial no hubo escala. Una orden de desalojo del fiscal Gustavo Marchetti en abril de 2013, con catorce familias despojadas de su lugar, fue el inicio de una seguidilla de acciones violentas. La escalada continuó con cinco detenciones de miembros de la toma, hostigamiento mediante un cerco policial y represión a una marcha de organizaciones sociales y estudiantiles que se solidarizaba con los vecinos, en la ciudad de Carlos Paz. El saldo: quince detenidos más, entre otros, un abogado de los ocupantes del barrio.
La resistencia también se agigantó. Los ocupantes articularon en materia legal, organizativa y de comunicación junto al Encuentro de Organizaciones, que nuclea espacios y colectivos políticos de base territorial, en un proceso que se fortalece con el correr de los meses, y que ya es un símbolo de la lucha por la tierra en la provincia.
La infeliz cara del Estado
El plan represivo surtió efecto. No obstante, no pudo acabar con un proyecto colectivo que tiene raíces sólidas. Si bien buena parte de los ocupantes abandonaron el lugar a fuerza de desgaste policial y condiciones precarias de vida (hubo momentos que el acceso de agua y comida se volvía dificultoso), una veintena de familias mantuvo firme su elección de vida. La presencia del Estado aquí es clara: limar cualquier intento de habitar la tierra en clave no comercial. Desde la sencillez, David detalla el vínculo con los diversos actores estatales: “El único contacto ha sido a través de la Policía. No ha venido una asistente social a ver cómo estamos”. De todas formas, lejos están de pretender algún tipo de asistencialismo. “No queremos colgarnos del Estado. Lo único que queremos es que no nos repriman. Somos gente de bien, no estamos acostumbrados al roce con la policía. Tenemos una actitud pacífica, pero tampoco vamos a permitir que no se respeten nuestros derechos”, advierte.
Pensar el barrio, el mundo
A diferencia de otras tomas que surgen de forma más urgente y con poco margen para pensar el espacio, en Cuesta Blanca hay una idea clara de qué comunidad se quiere construir. Luego de pasar cerca de un año en carpas y conteiners, la mayoría de las familias ya ha podido levantar el techo propio. Y a medida que se avanza en el plano familiar, aparece con más fuerza la concepción del espacio colectivo.
David lo explica así: “Tenemos un convenio de conservación del ambiente, con una zona para nuestra vida, una de interacción con el monte, donde están las huertas, y después de monte virgen”. Asegura que buscan “construcciones con piedra y adobe, materiales de la zona” y que el tema “electricidad lo estamos resolviendo con energías alternativas como la eólica y la solar. Se puede vivir sin esa enorme carga de consumo a la que estamos sometidos”. Se puede vivir con otras opciones y en un entorno sustentable, por eso sostiene que no quieren “alumbrado público porque nos roba la noche; nos roba las estrellas”.
Yanina agrega que “es el lugar soñado”, donde “se están criando niños sin televisión, con mucha lectura” y “eso genera seres con otra forma de pensar, con otras emociones”. A entender de David, de fondo se trata de abrir terreno a “otro paradigma social”, a “una comunidad con unas bases ideológicas más naturales”, donde primen “condiciones ambientales dignas”. Para la joven madre, cada paso que da este colectivo es ver cristalizado “el sueño del espacio en el quería criar a los niños” y esa “ya es una lucha ganada”.
Recuperar la tierra
Córdoba presenta un déficit habitacional de casi el cincuenta por ciento de los hogares, según datos recuperados por el grupo de investigación El Llano en Llamas (Universidad Nacional de Córdoba y Universidad Católica). Si a eso se suma la grave situación ambiental –quedan menos del tres por ciento del bosque original–, que empujó a que organizaciones sociales exijan a la Legislatura la declaración de la emergencia a nivel provincial, el cuadro socio-ambiental cordobés es cuanto menos delicado. Frente a esta realidad, debiera ser bien recibido por cualquier funcionario que actuara de buena fe lo que ocurre en Cuesta Blanca: una organización autónoma que resuelve la cuestión habitacional por sí misma, y que lo hace a su vez con una mirada ecológica.
¿Qué ocurre entonces con este caso? ¿Es sólo el buen precio de esas tierras lo que empuja al aparato estatal a minar este proyecto colectivo? ¿Qué otras lecturas posibles hay detrás del ataque constante a estas mujeres y hombres que decidieron habitar la tierra de forma digna? “Hay una cuestión ejemplificadora, para que se sepa qué le pasa a la gente cuando va con un proyecto serio, legal, consistente a dar una alternativa al modelo de vida. Somos poco politizados pero muy ideologizados. Sabemos bien qué vida queremos para nuestros hijos y eso es muy urticante para quienes sólo piensan la tierra como un bien que brinda servicios”, reflexiona David, a la sombra de un añoso árbol. Yanina lo mira atenta, y espera su turno. A su entender, Cuesta Blanca, forma parte de una dinámica de los sectores populares en Córdoba que abrieron un nuevo proceso donde se avanza sobre la tierra ociosa, en zonas grises desde el punto de vista legal, en clara disputa con sectores desarrollistas y especuladores inmobiliarios. “Quieren frenarnos, porque no quieren que esto siga y la gente abra cabeza y corazón, en este recuperar de la tierra”.
* Publicado originalmente en Marcha.