Un 9 de septiembre, pero de 1930, la dictadura de Uriburu secuestraba al anarquista Joaquín Penina
El general Félix Uriburu acaba de dar el golpe de Estado. Aunque en decadencia, el anarquismo es un movimiento de masas. El régimen necesita de una acción ejemplificadora para amedrentar al movimiento obrero. La víctima elegida es Joaquín Penina, un obrero anarquista que jamás había empuñado un arma y admiraba el pacifismo que militaba León Tolstoi. Faltaban pocos meses para que Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó fueran fusilados en la Penitenciaria Nacional de la calle Las Heras. Nacía la Década Infame y este crimen era quizás el primer antecedente del terrorismo de Estado.
El español Joaquín Penina llega al país en 1925, escapando de la dictadura de Primo de Rivera. Se radica en Rosario donde se gana la vida como albañil. Primero se afilia al sindicato de la actividad y luego a la Federación Obrera Anarquista local. Vende libros con ideas ácratas entre sus compañeros de trabajo por unos pocos pesos, reparte volantes en las obras. De ahí su seudónimo: “el canillita”. Seguidor de las ideas de León Tolstoi, es partidario del pacifismo. No ponía bombas, repartía ideas. Vegetariano estricto, no consumía alcohol ni fumaba.
En ese momento el movimiento anarquista reunía a herradores de caballos, metalúrgicos, estibadores, panaderos, gráficos, ferroviarios, fideeros, zapateros. Con cada vez más industrias, Rosario tenía un amplio movimiento anarquista impulsado por trabajadores que llegaban desde España e Italia.
El 6 de septiembre de 1930 se produce el golpe de Estado de Félix Uriburu, pocas horas después se publica un bando que dispone fusilar a quien se aprese distribuyendo o imprimiendo propaganda opositora. Precisamente ese es el supuesto delito que lleva a la policía a allanar el cuarto de pensión que ocupa Penina en Salta 1581. El anarquista es acusado de redactar y repartir propaganda subversiva llamando a enfrentar a la flamante dictadura.
La policía –como mucho después, durante “los años de plomo”- roba todas las pertenencias de Penina. Sus muchos libros son quemados en los patios de la Jefatura de Policía. Se llevan 600 pesos que Penina había ahorrado para pagarle el pasaje a su padre para traerlo desde España. Cuando se lo llevan, los policías dejan en la casa, lo que se denomina “una ratonera”. De esa manera logran capturar a Victorio Constantini que compartía la vivienda con Penina, luego cae Pablo Porta capturado cuando llega de visita. Finalmente también es apresado un compañero de apellido González que llega a esa casa en busca de unos panfletos. Son los que había impreso Penina para repudiar el golpe de Estado.
A González no se lo vincula a la causa. Constantini se esfuma. Porta se muda a Córdoba donde lo vuelven a detener. Penina en cambio es elegido como un ejemplo disciplinador, una advertencia sobre lo que pasará a todos aquellos que intentaran resistir a la dictadura.
El 10 de septiembre lo sacan de la comisaria en una camioneta de la Asistencia Pública custodiada por dos patrulleros. Lo llevan hasta la rivera del Arroyo Saladillo.
El jefe del pelotón de fusilamiento es el teniente Jorge Rodríguez quien años después sin poder sobrellevar la culpa termina siendo el biógrafo de los últimos instantes de Penina. El testimonio es reproducido años después por Osvaldo Bayer en El culto por los asesinos: “Fue bajado del camión y sintió el ruido de las cargas de las pistolas. Entonces yo, que lo tenía a un paso, lo vi abrir los ojos con mirada de asombro. Dio medio paso atrás y lo vi morderse el labio inferior como si preferiría sentir el dolor de su carne aunque no el temor. Yo iba detrás. Desde que lo había visto bajar, sentía un velo de extrañeza e irrealidad. No quise prolongar su agonía y ordene: ¡Apunten!. Entonces el reo giró la cabeza hacia la izquierda y murando al grupo gritó: ¡Viva la anarquía! Fuego –ordené. Tres tiros”.
Rodríguez describe como le da el tiro de gracia en la cabeza al obrero indefenso. “Fue un valiente hasta último momento”, destaca. Recuerda que estaba vestido con ropa de pobre, “zapatos de caña, pantalón, no se si fantasía o marrón oscuro. Un saco también oscuro. Era rubio. Representaba entre 25 y 26 años. Tenia en el bolsillo tres galletas marineras duras”.
El capitán Sarmiento, que dirigió el fusilamiento, murió en un atentado en el año 1932 cuando viajaba por una ruta provincial de San Juan hacia El Marquesado. El auto del Capitán fue interceptado por dos personas que lo apuntaron con armas y le gritaron: “¡Acordate de Penina!”.
El cuerpo de Penina nunca fue encontrado. El crimen permaneció olvidado hasta 1974 cuando el poeta y periodista Aldo Oliva lo denuncia en un libro. Pero otra vez aparece la violencia, tratando de arrebatar el destino de Penina de la memoria popular. La dictadura de 1976 allana la editorial donde están impresos los libros que aún no han sido distribuidos y los quema. Oliva se exilia en España.
Pero ningún crimen es perfecto, aún los que se ejecutan al amparo del poder. Quizá por eso un ejemplar del libro se salva y es rescatado por el hijo de Oliva, que publica la historia en España. Con el tiempo se coloca una placa en el frente de la pensión de Penina que no tarda en desaparecer. El Concejo Deliberante le pone el nombre a una calle, aunque no figura en ningún lado.
Los crímenes de un orden al servicio de la custodia de los privilegios de las minorías se continuaron: Semana Trágica, la masacre de la Patagonia, el bombardeo de Plaza de Mayo, los fusilamientos de José León Suárez, el genocidio del ’76. Porfiado, cada tanto Penina le escapa a los verdugos y al olvido que es la peor muerte. Viene a preguntar por el país que soñó. Después de todo, lo mataron por eso, se atrevió a cometer el crimen de soñar con un país sin explotadores y su guardia pretoriana de asesinos.