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La patria del álamo


“Ciruelo de mi puerta, si no volviese yo,

la primavera siempre volverá. Tú florece”

Hoy se cumplen 93 años del nacimiento del autor de “Sudeste”. Fue en Chacabuco, a 200 kilómetros de Capital Federal, donde todavía su árbol les ofrece sombra a personajes y vecinos.

“Gabriel García Márquez, de Colombia”, “Mario Vargas Llosa, de Perú”, “Mario Benedetti, del Uruguay”. Así se presentaron los escritores ante el presidente ecuatoriano Guillermo Rodríguez Lara, quien los había invitado a un almuerzo a principio de los ‘70 en Quito. Cuando le llegó el turno a otro de los presentes, el que hoy hubiera cumplido 93 años, le estrechó la mano y dijo: “Haroldo Pedro Conti, de Chacabuco”.

La patria a la que Conti se refería es una ciudad bonaerense ubicada a 200 kilómetros de la Capital Federal en la que nació y vivió sólo trece años. Pasó su infancia trepado a los árboles, caminando por el pueblo, escondiendo tesoros. Los días de lluvia le calzaba una olla en la cabeza a su hermana menor —Lidia Olga, “Pocha”—, le ataba una soga a la cintura y le hacía creer que era una escafandrista. Pasaba mucho tiempo en la mueblería y colchonería de su abuelo Luis, donde trabajaba el tío Agustín, por quien sentía adoración. Su tía Haydée Lombardi amaba y protegía a Haroldo. Fue ella quien lo acercó a la lectura y lo llevó por primera vez al campo Los Pumas, propiedad de un primo de su padrastro, el sastre Francisco Cirigliano. Los Pumas, “el paraíso”, según escribió Haroldo en una carta dirigida a Maruca Cirigliano: amiga, madre postiza, dueña y alma de aquel vergel pampeano sobre el que todavía se yergue, entre la hierba y el camino de tierra, el álamo carolina.

Los Pumas, ese árbol, la familia y su pueblo, al que le dedica La balada del álamo carolina, son motivos del apego de Haroldo por estas tierras.

Conoció los campos de los alrededores de Chacabuco durante su niñez, a bordo de un sulky que su padre, Pedro Isidro, cargaba de ropa para vender. Él lo acompañaba, se detenían a cazar liebres y perdices mientras su madre, Petronila Lombardi, atendía el local que tenían al frente de su casa.

“Yo estaba por ser, no tenía sombra ni casi historia, era tan sólo presente, pequeño, mero estar y ver y sentir a la sombra de los grandes”, cuenta él mismo en “Las doce a Bragado”, en uno de los tantos pasajes autobiográficos de su obra.

Así fue su infancia hasta que Petronila se cansó de su marido (“Un tiro al aire, irresponsable, mujeriego. Pero muy bueno y solidario, como Haroldo”, según Pocha) y tomó una decisión inusual para el año 1932, desoyendo el infierno grande que habría de haberse generado en un pueblo chico: se separó y se mudó sola a Buenos Aires. Los hijos quedaron a cargo de su padre, pero al poco tiempo ella pudo ubicarlos como pupilos.

—Gracias a ella tuvimos una carrera— reconoce Pocha. Haroldo fue a parar al colegio Don Bosco, en Ramos Mejía. Ella, a otro de monjas en San Justo

—Nos gusta Chacabuco— dice después, negando inconscientemente, con el uso del tiempo presente, su ausencia.

Es que a pesar de esa dispersión familiar, el recuerdo de una infancia feliz, el amor por su padre y la insistencia de su madre para que no perdieran contacto con su familia —aunque no fuera necesario insistir demasiado—, bastaron para que los hermanos Conti nunca dejaran de regresar a su ciudad natal.

La última vez que Haroldo visitó Chacabuco fue en la Navidad de 1975. Tenía planeado volver para su cumpleaños número cincuenta y uno, hacer un asado con familiares y amigos, como era costumbre. Pero veinte días antes, la madrugada del 5 de mayo de 1976, a menos de dos meses de inaugurada la última dictadura militar argentina, un grupo armado del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército Argentino lo secuestró de su domicilio en Fitz Roy 1205, en Buenos Aires.

Haroldo Pedro Conti: desaparecido

“Es más recordado por su desaparición y militancia política que por su literatura”, dice Horacio González, ex director de la Biblioteca Nacional, con respecto a la obra de Conti en la literatura argentina. “No es un olvidado, pero es uno de los más grandes escritores de los ‘70 y, al ser desaparecido, esto último pesa más en la recordación que su obra.”

“El problema de Conti es el que viene con la izquierda”, opina el escritor Gustavo Nielsen. “Es increíble, porque la derecha no tiene este problema: Vargas Llosa no traslada su mirada neoliberal a su literatura. Borges y Bioy tampoco lo hicieron”, compara. “Y la verdad es que si tuviéramos que leer ficción según la afinidad política nos perderíamos buena parte de lo importante. La literatura no puede ser un panfleto, ni de derecha ni de izquierda.”

Conti militó en el Partido Revolucionario de los Trabajadores y en el Frente Antiimperialista por el Socialismo. Tuvo dos hijos con Dora Campos, Marcelo y Alejandra, y uno con Marta Scavac, Ernesto, que tenía tres meses cuando se llevaron a su padre. Fue seminarista —casi cura—, banquero, profesor de latín y de literatura, camionero. Estudió filosofía. Compró una casa en el Delta del Tigre, frente al arroyo Cruz de Gambados, lugar del que se enamoró desde el aire, cuando era aviador. Se sumergió en la idiosincrasia isleña que fue inspiración para su primera novela, Sudeste (1962), y cuentos como “Todos los veranos”. Consiguió y restauró un bote, el Alejandra. Viajó, navegó, naufragó. Y, mientras tanto, escribió tres libros de cuentos (Todos los veranos, 1964; Con otra gente, 1967; y La balada del álamo carolina, 1975) y cuatro novelas (Sudeste, Alrededor de la jaula, 1966; En vida, 1971; y Mascaró, el cazador americano, 1975).

“Mascaró es para mí su obra mayor. Es una reelaboración muy refinada del realismo mágico. Lo que la hace así es un suplemento que él le pone a ese marco del realismo mágico que es la idea del circo itinerante, de las vidas errantes, la idea de que hay un territorio inhóspito que finalmente es habitable”, dice González. “Da la impresión de que todos sus personajes tienen una varita mágica en la mano. Por eso el realismo mágico de Conti en realidad es más bien un tipo de magia realista en la narración.”

—Él hubiese querido ser vagabundo— dice Pocha después de repasar las ocupaciones de su hermano. Es alta, esbelta y atemporal. Su feminidad, su voz aguda y sus rulos disimulan la impresionante similitud que tiene con su hermano: ojos verdes claros transparentes, orejas enormes y dos surcos que nacen a ambos lados de una nariz prominente y descienden encerrando la boca entre paréntesis, única marca severa que el tiempo ha podido dejar sobre su cutis terso en ochenta y no-te-lo-voy-a-decir años—. Cuando tenés esta edad son todos recuerdos, viste. La vida está hecha de recuerdos.

Y entre risas y llantos reprimidos, los comparte. Sin querer, durante su relato llega a veces al momento de la desaparición de Haroldo. Entonces, frena de golpe, hace un silencio seco y, como si se quemara en él, se despabila de aquella pesadilla y vuelve a empezar naturalmente desde Chacabuco; pasa por la época feliz en la que su hermano trabajaba en el Banco Nación de Olivos “y éramos tan jóvenes, sin problemas” y sigue. Dice que lo extraña mucho.

En 1947, Haroldo fue a visitar a Pocha al colegio de monjas para contarle que iba a abandonar el seminario de los padres salesianos. A cada hora partía un colectivo, pero lo dejaban ir porque no podían detener la conversación. Hasta que ella se dio cuenta de que uno que se estaba yendo era el último del día.

—¡Y salió corriendo! Lo veo como si fuese ahora, mirá. El sol, que ya estaba bajando en el descampado, lo reflejaba a lo lejos. La sotana al viento, corriendo al colectivo. Flaco, alto él. Una imagen linda. Parecía como que se iba para el cielo.

Catalina Zaltzman de Dimattia cursó la primaria con Conti en la escuela Nº 12 de Chacabuco. Vivía sobre la avenida Alsina, la calle principal del pueblo, a una cuadra de lo de la tía Haydée. Recuerda estar sentada afuera de su casa y ver pasar a Haroldo con la sotana cuando llegaba de visita, ”tan gracioso con ese traje, tan alto y tan flaco”. Él le hacía una seña para que fuera hasta la esquina. Se encontraban ahí y charlaban.

—Le pregunté una vez si sentía verdadera vocación por lo que estaba haciendo. Me dijo que por un lado sí y que por otro no tenía seguridad. Y al poco tiempo dejó los hábitos y se dedicó a escribir.

Es hasta el día de hoy que “la fosforescente prima Su”, como llama Haroldo a Susana Conti en el cuento “A la diestra”, no sabe “qué le pasaba por esa cabecita” a su primo.

—Yo le dije a Haydée, su tía que lo quería tanto, que Haroldo estaba desorientado. Y ella me respondió: “No está desorientado. Haroldo está insatisfecho”. Era cierto. Por eso hizo tantas cosas. ¿Qué te parece, eh?

Como sea, todo lo que hizo Conti y cada lugar que habitó se vio reflejado después en su obra. Por ejemplo, su paso por el seminario.

—Yo creo que su pasado de seminarista algo tiene que ver con sus personajes, basados en una idea de redención permanentemente— dice González.

Susana y sus padres son algunos de los tantos chacabuquenses que aparecieron como personajes en las obras de Conti. “A la diestra” es el cuento que los secuestradores, en un acto de “amabilidad”, dejaron en la máquina de escribir, recién nacido e intacto, entre medio del caos de la casa saqueada y dada vuelta en mayo del 76. El relato surge a partir de la noticia que trajo Pocha desde el pueblo a su hermano, que estaba en Buenos Aires: había muerto la tía Teresa, madre de Susana.

Conmocionado, Haroldo se sentó a escribir y a recordar y a resumir en ese cuento la vida en Chacabuco, la familia, la ciudad, el campo. Ubicó a la tía Teresa “sentada en su sillita de paja a la diestra de Dios padre”, mientras la “peonada de ángeles armó un asado” por orden de don Dios. Brindaron con vino Falasco —empresa vitivinícola de orígen chacabuquense— y hasta hizo subir a Juan Gelman para recitar “Mi Buenos Aires querido” desde el cielo.

Tal como la describe Haroldo, la “vocecita emplumada” de la prima Su se entrecorta por la emoción ahora, en su casa del Pasaje Beltrán, construida en el pedacito que le tocó cuando vendieron la mueblería y colchonería de su abuelo. Ella agradece la manera en que Haroldo habla sobre sus padres en las obras, “con tanto cariño, poniéndola allá arriba, como santa, a mi madre. Y al tío Agustín —llama tío a su padre, confundiendo cuento con realidad—, al que le dedica ‘Las doce a Bragado’”. Sin embargo, su voz se vuelve sólida al recordar que en “A la diestra” el narrador confiesa haber estado enamorado de ella, y lo niega.

—Si quieren una declaración de amor yo no la voy a hacer. Simplemente porque no fue. Él dice lo que sintió por mi. Y yo no puedo decir lo mismo, pero lo recuerdo con mucho cariño y aprecio.

Con un poco de resistencia, Susana devela otros desfasajes entre la realidad y la ficción, como prueba aceptable de que las narraciones de su primo pueden ser, en efecto, puro cuento. La tía Haydée (“Una filigrana en persona. Fina, fina, fina) es la señorita Haydée en “Perfumada noche”, por ejemplo. La descripción que Haroldo hace en ese cuento, según los que la conocieron, es real: “(…) y ella allí, en la puerta, para siempre desde ahora, blanca y frágil y perfumada, figurín, Haydée Lombardi, para sueño y música”. Lo desconcertante es la hermosa historia de amor que Haroldo inventa entre su tía soltera y un tal señor Pelice, que vivía a la vuelta de la mueblería Conti y era muy inteligente, pero sucio y desprolijo. Susana cuenta que su primo hablaba con él sin parar, como con el loco Nardi —un pintor que se tapaba la boca cuando pasaba una mujer y no hablaba con nadie, salvo con Haroldo y el tío Agustín—, y que se preguntaba cómo podía ser que los hubiera puesto de novios, si no tenían nada que ver entre ellos. Hasta que una maestra que investigaba la obra de Conti trazó una hipótesis aceptable: Pelice había criado un nieto con discapacidades y Haydée a una media hermana en la misma condición.

Otro ejemplo de “las ocurrencias de Haroldo” es el cuento “Las doce a Bragado”, en el que hace correr al tío Agustín una carrera hasta esa vecina ciudad. Lo cierto es que el tío era un gran caminante, como muchos de los Conti, como el mismo Haroldo y como Pocha, que hasta hoy camina distancias considerables.

—Pero yo nunca lo vi correr— dice Susana, y se muerde los labios—. ¡Qué loco este Haroldo!

En Chacabuco o en Warnes se confunden las personas y los personajes, los escenarios de cuentos y la realidad.

Las calles del centro de Chacabuco han sido asfaltadas, ya no se ven allí “tapialitos amarillos de sol y callecitas de tierra”. No hay señor Pelice enamorado de ninguna señorita Haydée. La sastrería de su padrastro conserva su fachada pero hoy es la confitería Loft. Sobre los árboles de la plaza todavía cabalga San Martín en dirección a Junín. Pero ya no se llega con la vista al final de ninguna calle, ni a divisar desde la Ruta Nº 7 la punta de la iglesia San Isidro Labrador pinchando el cielo. La estación de colectivos, que antes de eso era el Mercado de Abasto Municipal, hoy es la plazoleta Necochea. No hay restos del Bar Japonés y el letrero de la tienda El Vencedor es prácticamente ilegible. La calle Moreno dejó de ser inmutable. El camino ancho que une Chacabuco y Bragado —Haroldo, si supieras— sí sigue igual: aún sin asfaltar. El molino desde donde se lanzó Basilio Argimón, el hombre-pájaro del cuento “Ad astra”, hoy es un edificio.

No viven el tío Agustín ni Teresa. Tampoco Polo ni Maruca.

Pero hay un árbol que aún da sombra. Chacabuco tiene una balada en su nombre y los personajes andan por ahí porque cada ciudadano es, al menos un poco, parecido a alguno de ellos. Incluido Haroldo Conti, tan hombre y tan del interior, aunque no haya podido volver, ni con vida ni sin ella.

Una tarde de verano en Los Pumas, Miguel “Bachi” Cirigliano —hijo de Maruca, amigo de Haroldo— recordó que un campesino le había preguntado qué era eso de “las doce a Bragado”. Según el relato, los corredores pasaban por el camino delante de su campo, pero él jamás los había visto. En verdad, la Carrera de Fondo de las doce leguas a Bragado no era pedestre sino en bicicleta. Tampoco el tío Agustín era un atleta. Lo único real era el camino.

—¡Pero es puro cuento eso!— le respondió Bachi, quien dice no haber leído nada de lo que escribió su amigo Haroldo.

“El ‘regionalismo no regionalista’, tal como lo llama informalmente Beatriz Sarlo, significa construir una literatura que tenga marcas regionales pero que pueda ser leída universalmente”, explica en otras palabras Juan Pablo Canala, crítico y profesor de literatura de la Universidad de Buenos Aires. “Tanto en la literatura de Conti como en la de Saer, Moyano o Tizón hay una localización espacial, hay un lugar de enunciación, pero es una construcción literaria de ese espacio. No es el espacio regional verdadero.”

Haroldo visitaba el campo con frecuencia, ya de grande, ya escritor. Escribía en la galería o debajo de las sombras de los árboles. La única que se le acercaba en esos momentos de inspiración era Maruca y le cebaba mates en silencio o leían los diarios que él traía desde Buenos Aires. Ella era, tal vez, quien sí entendía qué le pasaba a Haroldo por esa cabecita.

—A mí no me gusta ni leer ni caminar —dice Bachi—. Igual, no había quién pudiera seguirle el tranco. Escribía siempre debajo de las plantas y después, a la noche, daba vueltas alrededor de la mesa.

Los Pumas está ubicado a 27 kilómetros de Chacabuco, en Warnes, partido de Bragado. Solo o con su familia, Haroldo pasó muchos días en ese lugar, su refugio verde. Dormía en una habitación con Polo, primo de Bachi, quien también es personaje de sus cuentos. Se hacían carneadas, comían chorizo, queso de chancho, asados y scones. Iban con Bachi hasta Warnes a hacer las compras, tomaban unas copas, conversaban con la gente del pueblo en la pulpería y regresaban. Algunas veces Haroldo llevaba a amigos como Eduardo Galeano o Mario Benedetti a pasar unos días allá.

La reina de la casa del campo es la mesa larga donde se reunían —y se reúnen— todos a comer. En los tapizados de las sillas permanecen las quemaduras por las cenizas de sus cigarros negros y, a un lado, la vieja cocina Carelli desde donde salía el fuego que iluminaba las manos y el rostro de la madre —que no es la suya sino Maruca— en “Mi madre andaba en la luz”. Afuera gritan las chicharras por el calor y la luz de la tarde se refleja en el laurel que fascinaba a Haroldo. Adentro silba una pava.

“El espumoso entrechocar de las hojas del álamo carolina debajo del cual dormía la siesta en verano”, escribió Haroldo en ese mismo cuento.

A casi dos kilómetros de la casa, el viejo árbol sigue en pie.

—Es como si susurrara— dice Bachi, que no lo leyó, mirando hacia lo más alto de la copa, mientras el viento se divierte con las hojas.

* Publicado originalmente en Revista NaN

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