“Si Violeta Parra estuviese viva, sería capucha”
(pintada de la Rebelión Popular de Chile)
Artista múltiple, Violeta Parra supo desplegar su arte a través de canciones, esculturas, bordados, tapices, pinturas… pero más supo acercarse al pueblo hasta fundirse en él. Un recorrido por la Violeta peregrina y por su infancia, etapa clave donde encontró todo el material para crear a partir de las penas y las celebraciones de su pueblo.
Esa que anda lento levantando polvo en los caminos del Chile profundo, la que lleva la guitarra al hombro, la misma que supo tomar las voces de los que no tenían voz, para hacerla grito y devolvérselas al pueblo. Esa es Violeta Parra.
... que me ha dado tanto…
Cuando Violeta llegó a la comuna de Barrancas en 1952, conoció a doña Rosa Lorca, “una fuente folklórica de sabiduría”. Mujer campesina, curandera, partera y arregladora de angelitos; acompañaba y asistía en la vida y en la muerte y le relataba gustosa sus versos…
Un poco por consejo de su hermano, otro poco porque todo lo que latía empezaba a asomar con fuerzas, Violeta decidió meterse campo adentro, en el Chile profundo, casa por casa, para recopilar todas aquellas canciones tradicionales que pasaban de boca en boca y que se estaban perdiendo, porque se iban muriendo los más viejos o porque las memorias fallaban y era difícil encontrar a quienes las recordaran completas. Con 36 años arranca la Viola el camino que la llevará al cariño y al reconocimiento del pueblo.
La vieron tocar puertas, primero hacia la zona central de Chile, donde tomó el canto a lo humano y a lo divino (ambos forman el “canto a lo poeta”, son décimas acompañas por guitarra o guitarrón y difieren en su denominación por la temática de sus composiciones), luego en la zona más austral, en Chiloé, aprendió las canciones más ligadas a lo ancestral, a las fuentes indígenas; y la última etapa fue la de más al norte, donde el folklore se distingue por las quenas y los charangos. Quince años iba a durar su recorrido, más de 200 canciones fueron aprendidas y registradas, primero en un rústico cuaderno, luego en una especie de magnetófono; todo a pulmón, sin contar con subsidios ni apoyo alguno de parte de funcionarios o instituciones. Anquilosados en archivos estáticos, no fomentaron la difusión del arte vivo del pueblo chileno.
Violeta Parra nació un 4 de octubre de 1917 en San Fabián de Alico, un pueblito del sur de Chile y pronto se mudaron a Chillán con la familia. De su madre, costurera, heredó su lucha por el amor, la condición de nómade y la habilidad con las manos. De su padre, profesor, las ganas de que lo aprendido circule, el desprecio por las instituciones y el alma bohemia. De ambos, una tendencia innata que traen los Parra por la música, el canto, la poesía; el arte. “Parra eres y en vino triste te convertirás”.
Tenía ocho años cuando encontró el cajón donde guardaban las llaves del lugar secreto que escondía la guitarra del padre. Folklorista aficionado, cantaba y tocaba la guitarra acompañado por su esposa en cuanta fiesta y reunión surgiera, pero sólo entre familiares y amigos, nada de querer ganarse la vida con la música.
La Viola la descubrió como se descubren las cosas prohibidas: desde la fascinación, desde la curiosidad, se fue apropiando de sus formas. Sentada en una sillita, con la guitarra que le sobraba por todos lados, rasgó las cuerdas durante días, mientras imitaba las posturas de su padre y cantaba las canciones que le escuchara a su madre en las jornadas de costura. La sorprendieron recién el día en que ya las tocaba y cantaba enteras. Semilla que empezaba a germinar en la Viola: autodidacta empedernida, nunca se ató a reglas ni a partituras ni a estudios para componer su arte. Así aprendió, sola, y en plena fusión con los instrumentos, muchos años más tarde, a tocar arpa, piano, guitarrón, charango... Tal como escribió en una carta a su amigo Patricio Manns: “Destruye la métrica, libérate, grita en vez de cantar. (...) La canción es un pájaro en plan de vuelo que jamás volará en línea recta. Odia la matemática y ama los remolinos”.
La infancia de Violeta, tercera de once hermanos, se movía entre la pobreza y la libertad. A Malloa iban los niños Parra para quedarse por unos días, zona campesina en la que vivían las Aguilera, unas primas lejanas que estaban un poco mejor económicamente. Fue allí donde empezaron a esparcirse las semillas, un poco al voleo, que brotarían más tarde y que guardaban latentes todas las expresiones de arte popular que iba viendo con sus ojos grandes la niña Violeta: cerámica, tapicería, pintura, figuras con alambre, canciones y cantos con guitarra, todo estaba allí, al alcance de las manos torpes y la curiosidad intacta. “Ya después cuando fue grande seguro que se acordó y así fue desarrollando todo tal como lo había visto de niña”, dice su hermana Hilda.
¿Qué otra cosa es la infancia que el lugar al que se vuelve, una y otra vez, a medida que crecemos? Para algunos, la patria; para casi todos, el instante en el que queda arraigado lo más inocente visto y sentido, y que luego puede llenarse de significados y de palabras cuando la capacidad de abstracción y de transmitir el arte se agiganta; para Violeta, sin dudas, el momento en el que vio y palpó lo que iba a ser materia de su arte tan polifacético durante todo su camino.
Cuando al padre de Violeta lo echaron del trabajo, no volvió a emplearse. La madre hacía lo que podía con la costura, pero fueron los niños los que empezaron a cantar por monedas, quedarse con alguna que otra guitarra de la cual los dueños se olvidaran, recorrer la zona en algún circo familiar para ganarse la vida.
Nicanor, como hombre mayor de la familia, se había trasladado a Santiago para estudiar. Violeta fue la primera en tomar la decisión de ir hacia allá. Partió sin decir adiós, como lo haría muchas veces más en su vida. Armó una pequeña valija, se vistió de domingo un día de semana, con la falda larga cortada y cocida a partir de las cortinas nuevas, se colgó la guitarra y se fue a la pensión en la que casi seguro estaba su hermano. Poco tiempo después, se le sumaría el resto de la familia: otro dolor de pueblo vivía Violeta en sangre propia, el traslado del campo, del pequeño pueblo a la ciudad, con el desarraigo a cuestas y la incertidumbre del trabajo y la vivienda.
Violeta de greda, en tu textura porosa fuiste absorbiendo el sentir del pueblo, su dolor y su festejo...
... con él las palabras que pienso y declaro...
Después de tocar en la calle por monedas, el dúo que formaron con Hilda empezó a recorrer los boliches de los barrios populares, Matucana, Quinta Normal, las canciones a la moda de la época, las que se escuchaban en la radio antes de que llegara a ella Violeta con su folklore auténtico: boleros, rancheras, corridos, pasodobles. Boliches frecuentados por hombres rústicos, que buscaban un respiro después de las duras jornadas de trabajo, que aplaudían con manos ajadas y rostros curtidos, aflojaban las penas y terminaban aullando emocionados las canciones románticas. En uno de esos lugares conoció a su primer marido, un maquinista de tren con quien tuvo dos hijos, Isabel y Ángel. Poco importan acá los entramados sentimentales de esta historia. Sí importa que Luis Cereceda era hombre celoso, de tradiciones fuertes, de mujer en su casa y se salió con la suya sólo por un tiempo. La fuerza creadora de Violeta, las ganas de andar, de perderse, de escuchar, de cantarse, latían con mucha más fuerza que cualquier atadura que le impusieran, aunque fueran las de su esposo y padre de sus hijos, en una sociedad chilena de mujeres sin palabra. “La única ventaja mía –aseguraba– es que gracias a la guitarra dejé de pelar papas. Porque yo no soy nadie. ¡Hay tantas mujeres como yo en cualquier comarca de Chile! Ellas pelan el ajo todo el día; la vida es muy difícil. Lo que pasa es que ellas se han quedado cocinando y cuidando a sus hijos y yo me he largado a cantar con lo que sé”. La Violeta cortó las cuerdas, soltó amarras después de diez años y se liberó del mandato de tantas mujeres oprimidas por el trabajo en el hogar, sirvientas de sus maridos y de sus familias enteras. Liberó en ese gesto, a muchas de las mujeres sin voz.
Violeta de barro, que renace y se transforma en cántaro firme que lleva el agua para que otras bocas puedan beber y soltar el grito…
... me ha dado la marcha de mis pies cansados...
Juan de Dios Leiva también es de la comuna de Barrancas. Su historia llega profundo en Violeta, y es ella quien relata el encuentro: “´On Leiva: 85 años, chacarero, cantor y tocador de la comuna de Barrancas, Santiago. Es un anciano delgadísimo, erguido y huraño. No quiere hablar con nadie. Cuando le pedí que me enseñara sus cantos, me respondió: ‘Yo juré no cantar más en mi vida porque Dios me llevó a mi nietecita regalona. Y la noche terrible que tuve que cantar para ella la tengo anudada en el pecho y la garganta’. On Leiva rompió su juramento cuando le dije que la patria necesitaba sus cantos. Tomó la guitarra, la afinó y tocó los primeros acordes del acompañamiento del canto a lo divino, a la modalidad de los cantores de Barrancas. Como en un gemido le salieron las primeras palabras”.
Durante la infancia en Malloa, ninguno de los Parra quería perderse la oportunidad de acudir a las fiestas campesinas: allá iban los hermanos y se quedaban cantando unos días. Es que en el campo se festeja todo. Ante las jornadas de trabajo que se extienden, que se hacen duras, la opresión y la exigencia por parte de los patrones, la dificultad de rebelarse; las cosas sencillas de la vida no se dejan pasar y se celebran; en esas fiestas mezcla religiosa y pagana, nacidas del cristianismo y de lo más ancestral de los pueblos originarios, en las que se venera a dios, a la virgen, y con ella a la madre, a la tierra; pero también a los ciclos de la vida, a la uva, a la cosecha, a la trilla. “Porque los pobres no tienen/ adónde volver la vista/ la vuelven hacia los cielos/ con la esperanza infinita/ de encontrar lo que su hermano/ en este mundo le quita”.
Años más tarde, con unas cuantas recopilaciones a cuestas, Violeta llega a la radio con un ciclo en el cual podía empezar a hacer escuchar lo que iba juntando por los caminos. “Así canta Violeta Parra” fue diseñado por ella como un programa temático, en el que en cada emisión se hablaba sobre, por ejemplo, la trilla, el velorio del angelito, las fiestas a las que Violeta asistía ahora de grande. Alguna vez la acompañaban al estudio alguno de los cantores con los que había establecido un vínculo más estrecho; otras veces, llegaba a las casas y convencía a los habitantes de que salieran a la calle y ahí nomás armaban una fiesta que transmitían en vivo. Eso lo permitía, sobre todo, la llegada que Violeta tenía en la gente. Su hijo Ángel recuerda un programa sobre “La cruz de mayo”, una fiesta pagano-religiosa donde se mixturan las creencias más arraigadas en el pueblo de la zona central. Allí, el símbolo de la cruz cristiana coincide con algunas de las creencias indígenas de que es “el madero sagrado”: representa el árbol de la vida, de las flores y de las frutas. Dentro de los rituales que se realizan en honor a la cruz, se manifiesta agradecimiento y se hacen peticiones relativas a la necesidad de lluvia para los campos; se rinde homenaje a la naturaleza y se da la bienvenida a una época que se espera con buenas cosechas. “¡Lo hicimos todo en la calle! Invitamos a la gente de la cuadra para que participara, instalamos fogatas y un grupo de cantores iba casa por casa, cantándole a todo el mundo. Y el programa se grababa ahí mismo, en directo, mientras mi mamá hacía el mote con huesillos (bebida típica de verano)”.
El velorio del angelito se desplegó en otro programa. Allí fue Violeta, ante la mirada azorada del personal de la radio, a transmitir el rito en vivo, con un muñeco disfrazado, con doña Rosa Lorca y otras comadres: era costumbre, ante la muerte de un niño (que por su corta edad y su pureza, seguro se iba al cielo) un velorio lleno de cantos y festejos, vestido el niño para la ocasión con alitas y colores en la celebración que duraba un día.
En su recorrido, ahora, donde llegara ya la estaban esperando. Violeta era esa señora que cantaba en la radio, “a lo divino”, que empezaba a devolver al pueblo lo que estaba dejando de cantar porque no encontraban el eco. Alberto Cruz, de 35 años, le contó a la Viola en Salamanca: “En una cantina la radio estaba cantando un verso por el fin del mundo. Entonces dije yo: ‘Ese verso lo cantaba mi padre’. Y corrí para la casa a dar la noticia: ‘En la radio están cantando a lo divino’, les dije a todos. Desde entonces, les estamos cantando a los angelitos otra vez”.
El folklore que se emitía por la radio en esa época, antes de la Violeta, era de un Chile de “postal”, no de gente del campo, sino de gente que admiraba la vida de campo. Entre bucólicas y exaltadoras de la patria, estas canciones bonitas y bien arregladas, como “Mi banderita chilena”, “Chile lindo”, “Si vas pa’ Chile”, le iban sacando el gusto a la propia gente por sus canciones tradicionales, auténticas. Violeta no era la primera en hacer este relevamiento antropológico; algunas otras personas ya habían hecho un trabajo de recopilación del folklore, casi siempre como parte de estudios académicos, que habían sido registrados en ensayos o en libros que dormían en las bibliotecas de universidad. Pero Violeta no se había quedado en una simple acumulación de canciones y versos estáticos; ella había ido a buscar el folklore, lo había recopilado, escuchado, interpretado, aprehendido, y se lo devolvía al pueblo en cada interpretación. Ese fue el valor más grande de la Viola. Como menciona Gastón Soublette, el musicólogo que trabajó con ella en una de sus etapas de compilación: “Tomó lo que antes había sido objeto de investigación más o menos privada y se lo devolvió a la gente”.
Violeta de tierra, caminadora de todos los caminos, desanda los sueños y las palabras y deja su huella por donde pisa...
... con ellos anduve ciudades y charcos...
A don Antonio Suarez lo conoció en el fundo Tocornal. Conversador y huidizo para dar a conocer su voz y sus versos, cada tanto mechaba un “dícere” en el medio de la conversación como para no dejar a Violeta con las ganas. Fue este señor de 100 años que se jactaba de extraer la miel sin guantes ni mascarillas quien le regaló el primer guitarrón (instrumento de 25 cuerdas, muy popular en el campo, pero que no se conocía en la ciudad), el mismo con el cual, según contaba, le había ganado una payada al diablo.
Cuando recibió el premio Caupolicán, Violeta fue a la fiesta pagándose la entrada porque no la habían invitado. Sentadita en el balcón, escuchó como la nombraban “la mejor folklorista del año”. La sorpresa inicial se transformó en festejo a las cinco de la mañana, cuando apareció en su casa con un pedazo de chancho y unas botellas de vino para celebrar. A partir de la mención, tuvo la oportunidad de viajar como representante de Chile en el Festival de la Juventud en Polonia.
Otra vez debía Violeta armar sus valijas y partir, feliz de llevar esas voces a otros lugares y triste también, por dejar a sus hijos, a los que se habían sumado Carmen Luisa y la “guagua”, Rosita Clara, de 9 meses. El viaje tuvo sus oscilaciones, Violeta era reconocida por el pueblo y por artistas de cierta sensibilidad (claro, sus amigos y admiradores fueron Pablo de Rocka, Pablo Neruda, Víctor Jara, entre tantos otros), pero los grandes medios estaban, como siempre, ajenos al proceso del Chile profundo. La campesina desalineada, de crenchas largas, que se sentaba tras la guitarra, mirada al suelo, y sacaba ese canto visceral, de las entrañas, de toda la tierra andada, de todo ese folklore sin asfalto, no era entendida por todos. Fernán Meza, estudiante de arquitectura por esos años, recuerda que los estudiantes eran quienes más la defendieron durante ese viaje de jóvenes porque “como la Violeta no tenía mayor prestigio todavía, y no era bonita, pituca, ni tenía plata, le tenían pica; las mujeres la encontraban ‘rota’, esa es la verdad, no la entendían”. Así también la forma de ser de Violeta, directa, sincera hasta el grito, no siempre caía bien, pero ella diría al respecto, años más tarde: “Entiendo que la vida y cada ser humano están compuestos de hiel y de miel. No tengo complejo de hiel, ni sola ni acompañada”. En Varsovia, en el festival, cantó a lo humano y a lo divino. Cuentan que tanto se admiraron de su forma de cantar los espectadores, que le tiraban flores de los balcones cuando pasaba al día siguiente. También hizo una pequeña gira por Austria, la Unión Soviética y Francia, pero una noticia triste llegaba a través de una carta, la muerte de la pequeña Rosita Clara. Violeta no saltaba los obstáculos, pateaba las vallas y las desparramaba por el suelo. Su viaje de seis meses se transformó en una estadía en París de dos años. Es que, claro, ¿cómo volver a una cuna vacía?, ¿cómo reparar la ausencia de las manos tibias?
Violeta de pasto y de gramilla, que bebe el rocío y soporta la escarcha de las heladas...
... cuando miro el bueno tan lejos del malo…
Se quedó en París, profundizó su trabajo de difusión y transmutó su dolor en arte y en lucha. Por esos años grabó dos discos. Uno de ellos se reeditaría mucho después como Canciones reencontradas en París. En ellos, Violeta relata y denuncia la dura vida de los trabajadores y rescata la bandera de luchadores, hombres masacrados por dictaduras y por opresores.
Quizás hayan vuelto los recuerdos de su infancia a traerle momentos de sueños de liberación, tal vez la propia Violeta se sintiera heroína cuando peleaba con una rama como espada para salvar a los leñadores de su esclavitud o soñara formar un pequeño ejército con sus hermanos, para rescatar a los mineros del socavón.
Es que desde la vivencia propia, Violeta expandía la vivencia de la comunidad; en el hombre que amaba con amor sincero y musical replicaba el amor que deseaba para todos, desde los héroes muertos en lucha, amaba a todos los que, como ella, ponían cuerpo y alma, arte y canción, guitarra o fusil, para el cambio social anhelado.
Por eso, en “Rodriguez y Recabarren”, sentencia: “Voy a dejarles constancia/ de una traición infinita/ (…) y el cuerpo de cinco emblemas/ que vivían los problemas/ de la razón popular” y canta su bronca por las matanzas de Federico García Lorca, Patrice Lumumba, Emiliano Zapata, Vicente Peñaloza, Manuel Rodríguez y Luis Emilio Recabarren.
Entonces, en “Qué dirá el Santo Padre”, aúlla: “Mientras más injusticias, señor fiscal/ más fuerza tiene mi alma para cantar/ lindo es segar el trigo en el sembrao/ regado por tu sangre/ Julián Grimau”, dolida por el fusilamiento del dirigente del Partido Comunista de España por parte del franquismo. Y sigue en “Arauco tiene una pena”, pidiendo que Huenchullán, Curinóm, Maquilef, Calful y Callupán, guerreros mapuches, se levanten, para que continúen la lucha de los pueblos originarios por las injusticias de siglos.
Se embronca, impotente desde la lejanía, en “La carta” porque su hermano Roberto cae preso después de la matanza de la población José María Caro en el marco de las huelgas obreras por mejoras salariales durante el gobierno derechista de Jorge Alessandri, y grita: “…que en mi patria no hay justica/ los hambrientos piden pan/ balas les da la milicia, sí (..) “Por suerte tengo guitarra/ para llorar mi dolor/ también tengo nueve hermanos/ fuera del que se engrilló/ los nueve son comunistas/ con el favor de mi dios, sí”.
Violeta de piedra, de calapurca y curanto, de acero que es lanza y reflejo.
... me ha dado la risa y me ha dado el llanto...
Cuando pegó la vuelta a su Chile, empezó a trabajar, cada vez más con sus manos. No sólo con instrumentos, sino en una expansión creativa que vibraba desde la tierra de sus pies y subía para salir por la punta de sus dedos de rama y de greda. Una vez más, lo que latía desde la infancia encontraba su curso: trabajó la cerámica, comenzó a pintar en cartones gigantes que le traía su cuñado de la papelera. Sus búsquedas eran las de siempre: temas campesinos, escenas de fiestas, figuras humanas, primero pintadas con témpera, después en óleo sobre tela. Una fuerte hepatitis la obligó a un reposo prolongado, a ella, la nómade Violeta. Recordó unos sacos vacíos de arpillera, pidió que juntaran todas las lanitas que había en la casa y empezó a bordarlas hasta que se transformaron en maravillosos tapices coloridos.
Su intención como artista era clara. En 1961 le escribe a Gilbert Favré, posiblemente su gran amor, una carta desde Argentina en la que le cuenta: “Sí, estoy sufriendo por irme, pero así resistiré hasta que este país se ablande y sepa y sienta que ando por aquí. Yo no vengo a lucirme. Quiero cantar y enseñar una verdad, quiero cantar porque el mundo tiene pena y está más confuso que yo misma”.
Esas arpilleras ninguneadas en su país, por simples, o rústicas, fueron expuestas en el Louvre de París en 1964. Al París del iluminismo, ese al que todos iban para estar a la vanguardia, para regodearse con el arte primermundista, Violeta llevaba su Chile y en él, a todo su pueblo.
Fueron esos años de viajes entre Europa y su Chile. Sus hijos mayores, como buenos Parra, ya eran folkloristas. Abrieron una peña en la que pudiera tener espacio la Nueva Canción Chilena, que surgía con fuerza de las entrañas de Violeta, del camino que ella había empezado; por allí pasaban Inti Illimani, Quilapayún, Isabel y Ángel, Rolando Alarcón, Patricio Manns. También Víctor Jara, quien iba a contar algunos años después, en 1972: “En 1965/66, en Chile estaba en boga el llamado neofolklore, una música aunque basada en ritmos chilenos, era absolutamente ajena a nuestra idiosincrasia. Mientras ellos obtenían los primeros lugares en la radio, nosotros empezábamos a cantar por ahí y por allá, como hijos de nadie. Decíamos una verdad no dicha en las canciones, denunciábamos la miseria y las causas de las miserias, le decíamos al campesino que la tierra debía ser de él, hablábamos en fin de la injusticia y la explotación. En la creación de este tipo de canciones la presencia de Violeta Parra es como una estrella que jamás se apagará. Violeta, que desgraciadamente no vive para ver el fruto de su trabajo, nos marcó el camino: nosotros no hacemos más que continuarlo y darle, claro, vivencia del proceso actual”.
Violeta de agua, de todas las lluvias que se cuelan en las grietas de la tierra resquebrajada por las sequías, borradora de los males y paridora de vida.
... y el canto de todos que es mi propio canto...
De la zona de Tocornal es también don Emilio, unas de las mejores voces que Violeta haya escuchado, silletero de oficio y buscador de minas por vocación. “Ya tengo como doce y las tengo marcaditas”, le confesó en un susurro. Al ver su modestísima ropa, Violeta comentó asombrada: “Pero usted podría ser rico con esas doce minas pues, don Emilio”. Sin inmutarse, él respondió: “Claro, siempre que las trabajara, pero a mí me gusta encontrármelas nomás”.
Violeta había sido greda, había sido tierra, lluvia, piedra y barro; pero su única meta seguía siendo estar lo más cerca del pueblo posible: “Yo creo que todo artista debe aspirar a tener como meta el fundirse, el fundir su trabajo en el contacto directo con el público. Estoy muy contenta de haber llegado a un punto de mi trabajo en el que ya no quiero ni siquiera hacer tapicería ni pintura ni poesía, así suelta. Me conformo con mantener la carpa y trabajar esta vez con elementos vivos, con el público cerquita de mí, al cual yo puedo sentir, tocar, hablar e incorporar a mi alma”.
La carpa de la que habla no es otra que “La Carpa de la Reina”, un gran centro cultural que instaló en un predio municipal, cedido después de mucho pedir por la difusión del folklore. Parecía que algún organismo reconocía a Violeta, ofreciéndole un baldío en el alejado barrio de La Reina. Quería empezar pronto, se las ingenió para techar toda la extensión con una gigante carpa de circo que ayudó al nombre del proyecto. Su idea era que en ese espacio se brindaran clases de cerámica, escultura, pintura, guitarra, cueca, danza; se erigiera un gran teatro popular en el que actuaban grupos del auténtico folklore, conjuntos como Chagual, Los Choclos, Huenchulyan, y en el que cantaba la misma Violeta, mientras se servían en mesitas alrededor del escenario sopaipillas y empanadas preparadas con sus manos. Allí, en ese barrio aislado de la ciudad se quedó a vivir la Viola, en una modestísima pieza, con piso de barro y paredes de madera.
Las cosas no fueron como ella esperaba, a pesar de sus esfuerzos por difundir el arte popular. El lugar estaba muy alejado y no había colectivos que llegaran hasta allá. Los vecinos, de un barrio bien, se molestaban por los ruidos y no estaban interesados en tener a la campesina fanática de las fiestas y costumbres populares adornando el barrio. También la burocracia hacía estragos en la paciencia de la Viola: los mismos que habían dado el predio le cortaban la luz si no pagaba, seguían ninguneando su arte y su lucha. “Aquí le muestro un legajo/ de sello, tinta y papel/ este sí que es cascabel/ que suena con desparpajo/ diez mil quinientos carajos/ pueblan las casas legales/ y allí están los tal por cuales/ en un sillón silloneado/ y a fines de mes arreando/ billetes muy especiales”.
Alberto Zapicán era uno de los que vivía en esa carpa. Había llegado para trabajar en la construcción y arreglos del centro cultural y solía tocar el bombo y cantar cuando sabía que estaba solo. Un día Violeta lo descubrió, escondida, y le gustó su forma “bruta” de cantar; enseguida lo llevó a ensayar con ella, y a grabar las canciones de su disco Las últimas composiciones. Recuerda Alberto de esa época: “Hay aplausos formales que están esperando que suene una mano para empezar a golpear y hay otros colectivos, espontáneos, que nacen antes de terminar el cantor, que nacen con un calor que quema los oídos... y ese aplauso lo recibía Violeta del pueblo”. Eso diferenciaba hondo la relación que la Viola tenía con el pueblo y lo cansada que estaba de luchar por el reconocimiento de su obra.
Violeta era mujer de decisiones, claro, de no dejarse dominar, de hacerle frente a cada situación. Unos meses antes, en una conversación con un amigo, había dicho: “Hay que morirse. Uno tiene que decidir la muerte, ¡mandarla! No que la muerte venga a uno”. ¿Por qué, entonces, buscarle tanto sentido, tantas explicaciones a su última decisión si no es para señalar a quienes ningunearon su obra hasta el final?
Esa tarde un disparo sordo quebró el silencio en el barrio La Reina. Los pájaros, los que había afuera, huyeron de los árboles, sobrevolaron en círculos sobre la carpa. También los otros pájaros, los internos, los de Violeta, salieron en búsqueda de su pueblo y de su gente. Ella quedó abrazada, como siempre, a su eterna compañera, la guitarra.
Violeta había hecho un trabajo antropológico de años para recopilar la música más chilena ( y más universal), había expuesto su arte en el venerado Louvre mientras sonaban sus canciones y servía empanadas y sopaipillas; se había acercado a su pueblo como nunca nadie antes que ella, había conseguido que don Juan de Dios Leiva volviera a cantar, había forjado una identidad popular con sus canciones, que ahora ya no eran anónimas, ya no se cantaban sólo en las fiestas religiosas y paganas, sino que llegaban a Europa, a la radio, su eco seguía reproduciéndose por Latinoamérica y por el mundo; pero fue noticia y tapa en los grandes medios recién por su muerte, por esa última decisión.
No es esa la forma en que elegimos, claro, que Violeta se nos quede. Por eso, para recordarla, habrá que volver a empezar. Esa que anda lento levantando polvo en los caminos del Chile profundo, la que lleva la guitarra al hombro, la misma que supo absorber las voces de los que no tenían voz, para hacerla grito y devolvérsela al pueblo. Esa es Violeta Parra.
* Publicado originalmente en Revista Sudestada
** Fotografías: Fundación Violeta Parra
*** Video: Fragmentos del documental Violeta Parra, bordadora chilena, a cargo de la Radio y Televisión Suiza, 1965