Un 17 de marzo, pero de 1901, nacía en Italia Severino Di Giovanni: 'un peligro para el Estado'
"Violencia contra violencia. El derecho de matar al tirano. Di Giovanni es un luchador antifascista, víctima del régimen de Mussolini, que procura sin tregua luchar contra la injusticia con propia mano, con todos los medios, aunque caigan inocentes. 'Cara a cara con el enemigo' es su divisa. Se convertirá en el hombre más perseguido de la Argentina. Se burla de sus perseguidores y el pueblo lee ávidamente las andanzas de este 'idealista de la violencia'." Osvaldo Bayer
Severino de cerca
Di Giovanni según León Rozitchner
Osvaldo Bayer reconstruye, desde el olvido, a un hombre. Junta sus pedazos dispersos, vuelve a darles sangre, nos hace sentir nuevamente el ardor de su cuerpo, le devuelve la vibración de su palabra, abre el espacio de una época olvidada para ubicarlo. Y recupera la tragedia de un hombre que no es ejemplar de una especie sino una figura única, impredicable, allí donde el desprecio la había aniquilado.
“¿Qué es esto de escribir sobre un sepultado para siempre, un sacado de la memoria del pueblo, un muerto definitivo?”, escribe.
Figura necesaria, la del aniquilado, pues al costo de su vida -y la de otros- nos viene a plantear el problema de la violencia, del cual ninguna sociedad -tampoco la nuestra- puede hacerse la inocente y sacarle el cuerpo a un tema vedado, desde el terror, como impensable.
Bayer abre la dimensión de un debate, pero no entre quienes, fingiendo ingenuidad en medio de una situación macabra, desconocen la diferencia elemental entre violencia y contra-violencia. Bayer deja en cambio que el personaje dibuje la dimensión compleja de su historia ante nosotros, nos da tiempo para verlo y comprenderlo, sufrir con su destino trágico: devolverle la vida para que lo veamos de cerca. Atravesó el muro de la muerte mientras vivía, viene de una experiencia irreductible para nosotros.
“¡TENGAN CUIDADO LOS VERDUGOS!”
Severino Di Giovanni: mi prójimo, mi distante. Hay que tener primero la cabeza fría, moverse si trastabillar (y no siempre es fácil) para mencionar y decir cosas que siempre están más allá de las palabras. Para hablar, por ejemplo, de dar la muerte al asesino impune, para ir más allá de los contenidos que la palabra terrorismo evoca, para hablar de cosas de las cuales no es posible hacerlo sin que mentemos a la muerte, como si al hablar de ella fuera para invocarla y hacer que aparezca de nuevo entre nosotros. Pero, ¿acaso la muerte ha desaparecido como amenaza que desde el poder nos aterra?
Di Giovanni fue uno de los últimos justos justicieros. Actuó en nombre no sólo de las ideas sino también del afecto apasionado. Pero cuando la muerte actúa no podemos acompañarla, pasar no a la palabra que la dice sino a los hechos que ella abre sin que el alma misma del que sigue su camino y ejecuta sus gestos y sus actos abra en uno mismo la dimensión de la muerte, sin que acunemos y gestemos en nosotros mismos su gusano, y nos transforme, es cierto, en aquello mismo que pretendemos comprender para situarnos. Pero para entender el alma tierna y combatiente de un Severino Di Giovanni tenemos que rozar un poco nosotros mismos la muerte. Abrir la dimensión colosal y siniestra de la injusticia y del oprobio sobre los hombres para entender que alguien quiera poner un límite, con la muerte del impune, al desborde obsceno de la muerte. Di Giovanni vuelve a abrir en nosotros interrogantes muy complejos y muy próximos.
Di Giovanni no es un hombre de la democracia ni siquiera formal, sino un hombre profundamente marcado por el fascismo y el terror. Actúa cuando Mussolini está en el poder destruyendo, apoyado por el pueblo, a los mejores hombres de su patria. Actúa cuando Yrigoyen avala el asesinato de obreros en la Patagonia y en las huelgas. Luego es el momento del golpe militar: cuando el general Uriburu da el primero de ellos. Una sociedad donde cientos de miles de inmigrantes italianos vinieron huyendo de la miseria para caer en el oprobio de un sistema de muerte y de ultraje. Con la persecución desatada por el poder militar en la Argentina, brazo armado de todos los privilegios, predominó el criterio de que el mejor anarquista es el anarquista muerto: fueron casi todos ellos asesinados por nuestra derecha fascista o partieron al exilio a combatir en España por la República.
LA VIOLENCIA
Bayer interroga en Di Giovanni “su creencia como dogma en la violencia como único método racional de rebeldía”. Es necesario plantear, entonces, cinco premisas para entenderlo:
Primera premisa: No hay violencia en general: el crimen en abstracto no existe, es sólo un concepto. Son hombres concretos, cada uno con su nombre y apellido, quienes ejecutan el crimen. No hay violencia de estructura solamente.
Segunda premisa: Hay violencia, pero también hay contra-violencia. Está la violencia ofensiva y la violencia defensiva. Y la contra-violencia defensiva tiene una cualidad diferente que la violencia ofensiva.
Tercera premisa: Habitualmente se cree que la violencia es la violencia inmediata del asesinato directo por las armas. Pero no: la violencia consiste en apoderarse, por la amenaza, de la voluntad de otro para dominarlo en vida. Hay entonces dos muertes: la de los que siguen vivos por temerla y someterse, y la de los que han sido muertos por resistentes.
Cuarta premisa: El amor, que es mater-ialista, no nace de un Dios abstracto o terrible, o de un padre que persigue; nace desde las marcas maternas que animan la carne y la vida de una mujer amada. Y desde allí, desde ese amor grande e infinito, se prolonga el anarquismo político. “En el amor grande e infinito (por una mujer) está basado el anarquismo mismo”, escribe Di Giovanni.
LA GENEALOGIA Y LA LOGICA DE LOS MUERTOS ASESINADOS
Pero también existe una quinta premisa: hay una genealogía que enlaza el sentido de la vida con los que fueron muertos por la mano del hombre. Así como hay un lazo con la vida de los otros hombres vivos, hay un lazo profundo que nos une indisolublemente con los hombres muertos por los asesinos. En esta premisa está presente esa responsabilidad sagrada que penetra hasta los estratos más fecundos y vivos de la vida misma. Tuvo que amar mucho a la vida y a los vivos para sentir la necesidad de resurreccionar a los muertos de otro modo, laicamente. Bajo una estampa de Cristo escribe Di Giovanni como su contracara: “El símbolo de la víctima, como un fugaz recuerdo, será una visión que nos engarzará al pasado, a nuestros muertos, y nos hará más fuertes para el porvenir y para nuestros hijos. Como aurora rosada, bella, pura, la Libertad surgirá en una mañana primaveral para besar los labios de todos los sepultados vivos, de todos los mártires, de todos los rebeldes. Y en ese beso infundirá a nuestros caídos todas las bellezas, los purificará de todos los dolores, esparciendo copiosamente los premios que debemos a los héroes de la lucha cotidiana”.
LA NECESIDAD DE PONER UN LIMITE AL PODER ABSOLUTO
Un individuo es tanto más proclive a sentir la dimensión del oprobio social, de la injusticia, de la impunidad y de la insidia criminal, cuanto mayor sea la capacidad afectiva de amar (y de odiar por lo tanto). Y tanto más esta insoportabilidad es grande cuando menor es la capacidad de reacción de la gente que no siente, siente menos, o está adormecida o aterrada. La necesidad de imponer un límite al crimen aparece como una tensión insoportable de la cual depende la coherencia sensible, afectiva y racional de la propia vida. Sólo cuando se activa la dimensión más profunda y libre del afecto puede un hombre poner toda su vida en defensa de lo justo. Dijimos: el último de los justos. Mientras haya diez justos Dios no destruirá a la ciudad impura y pecadora, se dice en la Biblia. Mientras haya existido entre nosotros un Severino Di Giovanni, con su tragedia intransferible, hay una esperanza en el mundo.
(¿Por qué conmueve tanto su vida, su pasión, su entrega más allá del límite, hasta su sed de venganza? ¿Es mala la venganza, acaso, cuando se trata de que el mal extremo no logre vencer sin encontrar el límite y convertirse en absoluto? Pero acá hay algo más que conmueve, el índice de lo más intolerable: que la cobardía en la impunidad -que es lo más intolerable- pueda vivirse sin riesgo: sin sentir siquiera lo que el otro siente cuando sufre. Sentir lo que el asesinado sufriente sintió: hasta allí debe penetrar lo que se llama comúnmente venganza: la sed devoradora de justicia en el desierto desolado de la impunidad y del crimen, nos dice Di Giovanni.)
Pero ¿quién hace justicia allí donde la justicia no existe? Es entonces donde la responsabilidad de un hombre como Di Giovanni se agiganta y se convierte en trágica. Asume en sí mismo lo imposible: es el lugar humano que se consume en realizar por sí mismo lo que todos los hombres colectivamente no hacen, muchedumbre de sometidos pasivos que han delegado en la unidad de una vida, la suya, todo el peso de la injusticia del mundo. Es entonces cuando Di Giovanni se reconoce como el justiciero de lo impune: asume solo, para poder dar la cara en la vida, la responsabilidad por los asesinados.
Si el poder absoluto nunca es realmente tal aunque lo parezca, es porque hay siempre alguien que salva la esperanza para el mundo, abre una fisura en lo que se pretende monolítico: muestra el carácter relativo de todos los poderes sobre el hombre. Di Giovanni nos dice: el terror no vence a la vida cuando la vida enfrenta a la muerte para señalarle al terror mismo su límite. Sólo el contra-terror, la contra-violencia indómita, que no se da por vencida, señala el límite extremo del desafío, debía pensar Severino Di Giovanni: cuando hay todavía alguien, aunque sea uno solo, que salvó contra todos -pero para todos- el carácter relativo y pasajero del poder impune. Y al hacerlo roza con su riesgo todos los fantasmas complacientes y temidos de la imaginación de la buena gente. Y encuentra allí la muerte.
Debemos agradecer al coraje de Osvaldo Bayer que un hombre sólido como Severino Di Giovanni no se haya disuelto en el aire. Que su fantasma se anime y se agigante desde su vida espectral, uno más y se agregue a la lista de los que asedian la noche de los asesinos insomnes.
* Publicado originalmente el 24 de mayo del 98, en Página/12 :: Radar libros