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Mapuche, gente de esta tierra

En San Carlos de Bariloche se enfrentan dos historias: aquella escrita por los vencedores, frente a esta otra vivida y narrada por quienes todavía no se dejan vencer. Estos últimos, los mapuche, viven excluidos en la periferia, agredidos y discriminados en las mismas puertas de una ciudad que les usurpó sus nombres y se apropió de sus territorios.
Julio Argentino Roca, enfundado en traje militar, cabalga sobre un caballo de paso cansino. Hombre y bestia parecen aplastados por el peso de una culpa histórica. Fundido en estatua de bronce, enclavado en el Centro Cívico de San Carlos de Bariloche, el general dirige sus ojos sin brillo hacia el lago Nahuel Huapí. Al fondo del lago, las montañas con sus picos nevados parecen retarle la mirada.
Ha transcurrido más de un siglo desde que en 1879 emprendiera la llamada conquista del desierto. Lo logró. Al menos así lo recogen los manuales de historia, invistiéndolo de “gloria patriótica” sobre la sangre derramada de millones de víctimas mapuche que a su paso por la Patagonia dejaron sus tropas. Una página de sangre y fuego, de despojos y matanzas, que hasta el día de hoy, con sus variantes al uso, no ha terminado de escribirse.
Ahora la cabeza de Roca luce renegrida. Convertida en antorcha, ardió por unos minutos después de que unos manifestantes mapuches, en plena luz del día, le rociaran nafta y le prendieran fuego. En el flanco izquierdo del caballo, con trazo rotundo quedó escrita la palabra “GENOCIDA”.
Desde aquella conquista del desierto, el Estado argentino, en contubernio con empresas y firmas extranjeras, con millonarios criollos o foráneos, ha ido ocupando paulatinamente, con sistemática impunidad, un vasto territorio que por naturaleza y antigüedad le corresponde a ese pueblo que se denomina a sí mismo mapuche. Mapuche, que quiere decir “Gente de la Tierra”. Y esta tierra que se extiende desde las provincias de La Pampa, Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, sigue siendo hoy un plato suculento que muchos desean devorar.
San Carlos de Bariloche es apenas un botón de muestra en esta larga historia. Postal turística que el país exhibe con orgullo, parece diseñada y construida como escenario para una película donde sus protagonistas, rubios y de ojos celestes, se besan al final, teniendo como telón de fondo el lago Nahuel Huapí. Pero Nahuel Huapí quiere decir “Isla del Tigre”. El nombre es tan remoto como puede ser el instante en que un mapuche libre lo mencionó por primera vez, mientras contemplaba la isla que se encuentra enclavada en el centro del lago y que hoy lleva un nombre extraño y ajeno: Victoria. El lago tenía entonces otro nombre, también mapuche: Epuch Laufquen Mahuida, que quiere decir “Lago de las dos Colinas Pintadas”.
Por ello, San Carlos de Bariloche es también una ciudad levantada sobre las bases de un cinismo paradójico. Su propio nombre, sin el santo que la antecede, es mapuche. Bariloche, derivación de furilofche, quiere decir “gente que vive detrás de la montaña”. Y así, unos y otros, hoteles lujosos, centros turísticos, pistas de esquí, llevan nombres arrebatados de la lengua mapuche que, impresos en los catálogos, que circulan “exóticos”, vendiendo los encantos de una ciudad erigida sobre los despojos de una cultura ancestral.
San Carlos de Bariloche es el punto de partida de este reportaje. A sus espaldas hay otra realidad, otro botón de muestra que nadie mira o quiere mirar, “sólo los que tienen ojos para ver”, como diría el mismo Cristo desde el fondo de la Biblia.
Otra postal
No hay que alejarse mucho para llegar al vallecito Virgen de las Nieves. Un lugar ubicado apenas a diez o doce kilómetros de la ciudad. Pero a pesar de la corta distancia, se tiene la impresión de haber avanzado hasta un rincón del mundo, anónimo y olvidado. Durante el trayecto, el Cerro Catedral, con vetas de nieve chorreando desde su cima, no deja de imponer su presencia desde la distancia. Es media tarde de invierno y la luz es un cristal. Ante tanta belleza de este paraíso, cuesta creer que alguna vez por estos parajes se enseñoreara la violencia, rasgando esta paz que parece instalada desde la eternidad.
El auto avanza a través de un terraplén. En algún momento nos desviamos para tomar un sendero escabroso. Con nosotros viaja Darío Rodríguez Duch, el abogado de las comunidades mapuches en esta zona de Río Negro. Llevamos un objetivo: entrevistarnos con una mujer cuya vida, sostenida con dignidad ejemplar, relata desde las entrañas de esta tierra, donde su protesta, rebeldía e identidad con el suelo que la vio nacer, son una lección de honor para una Argentina que por momentos parece desintegrarse en las distorsiones astigmáticas de un presente sin memoria.
Silvia Haydee Ranquehue vive en este valle con su familia, en una humilde casa construida a los pies del Cerro Otto. Su anterior vivienda, durante la última dictadura, saltó por los aires hecha pedazos por una bomba puesta por el Ejército Argentino con la intención de desalojarlos de la zona. Es una mapuche de ascendencia pura. Mientras habla, en ocasiones se detiene para soltar una carcajada, logrando así restarle cierto dramatismo al relato de esta historia.
Cabeza de oro
“Me llamo Silvia Haydee Ranquehue, que en mapuche quiere decir ‘cóndor grande en los cañaverales’. Viví aquí toda mi vida, mi papá también. Pero no en esta casa. Esta hace unos catorce años que la improvisé con los restos que quedaron de la otra que me destruyó el Ejército. Tengo 62 años, pero tenga quince o veinte, voy pa’ vieja igual (se ríe). De los cinco hijos que tuve, el mayorcito se me falleció a la edad de siete meses. Los otros son trabajadores, obreros de la construcción, hay uno que es remisero, Enrique se llama. Vivo de la tierra, tengo huerta y una chacra donde siembro algunas cosas”.
Rodeada de hijos y nietos, Silvia ofrece pan casero y ceba unos mates. La conversación transcurre en un reducido espacio que hace a la vez de sala, comedor y cocina. Su pequeña vivienda tiene sólo dos ambientes. En un rincón, como olvidado, hay un viejo televisor, confundido entre una salamandra y enseres de cocina. Del techo de chapa cuelgan unos mondongos secos. Sobre una mesa rústica hay pan casero, amasado y horneado por la mujer. Los ojos de Silvia, muy negros, llenos de picardía, padecen de estrabismo, por lo que usa lentes gruesos. Cuando la fuimos a retratar, en un gesto de vanidad se los quitó.
“Aquí no tenemos vacas. En un tiempo tuvimos más de sesenta. Qué pasó: el Ejército nos empezó a quitar los animales de prepo. Yo tendría que estar mendigando, pero con todos los ventarrones que a mí me pasaron sigo viviendo acá sin merecer nada de nadie. Eso que ven ahí son los restos de la última vaca (se ríe al señalar los mondongos, como burlándose de su propia desgracia). ¿Sabe qué me dijo el juez cuando me robaron los bueyes? ‘¿Usted está segura de que los bueyes eran suyos? ¿Tiene la boleta, tiene certificado, usted vio quién lo hizo? ¿Tiene testigo de quién le robó los animales?’. No tiene sentido ¿vio? Pero pal’ pobre no hay testigos. Las vacas me las sacaban de a diez. Las vacas y los caballos que me quitaba el Ejército no volvían, los carneaban ahí nomás. Una vez fui a reclamarle a un teniente coronel que se llamaba Videla y me dijo: ‘Andá a reclamarle a Mongo’. (Se ríe). No hay derecho al reclamo, me dijo, porque ustedes son unos intrusos en el lugar”.
Silvia nunca fue a la escuela. La salvó del analfabetismo su madre, quien en sus ratos libres le enseñó las primeras letras como para que dispusiera de una pequeña luz de sabiduría. A pesar de ello, su hablar es fluido, posee el encanto de la mirada sencilla, pero profunda, ante los hechos cotidianos de la vida. Legado asumido de la cultura mapuche, cuya esencia radica en una espiritualidad basada en el equilibrio y la armonía con todo lo que existe.
La otra historia
La conversación nos lleva al tema de los gobiernos democráticos. Silvia Ranquehue nos mira con una sonrisa acompañada de un gesto que encierra una duda, como dando a entender que no es un tema que desea abordar.
“Mejor no hablar de eso… no quisiera decir malas palabras. Nosotros quisiéramos que venga una persona capacitada para que nos defienda la Nación Argentina… Queremos que nos devuelvan nuestro vivir, porque ¿qué es más lindo, trabajar con las propias manos o mendigar? Ahora, hasta los gobiernos mendigan. A ningún ser mapuche le gusta mendigar, trabajo es lo que queremos”.
Con estas palabras resume el sentir de una nación, de un pueblo, cuyo orgullo no pudo ser quebrado a pesar del plomo y la espada. Erguida en su pobreza material desde donde reflexiona sobre el país con ansias de revertir la historia.
“¿Sabe lo que pensamos de Roca ahí en el Centro Cívico? Que son cosas del winca, de la gente blanca. Es un líder de la gente extranjera, no es nuestro, porque a nosotros nos vino matando. Y quitando las tierras. Acá lo pusieron en el Centro Cívico burlándose del mapuche, y ahora le llaman líder. Que hizo la conquista del desierto. ¿Qué conquista, don? Mató al mapuche, eso es lo que hizo”.
La resistencia
Desde la década del noventa –durante la gestión del gobierno de Carlos Menem- la venta de tierras patagónicas se incrementó considerablemente. Empresas internacionales como la petrolera Repsol o Benetton, de explotación lanera, y otras de corte nacional, extendieron sus redes comprando territorios de la región a precios irrisorios. Ateniéndose sólo a las leyes de la oferta y la demanda, desalojando sin piedad a las comunidades originarias del sur.
Desde 1957 nos quieren sacar de acá -precisa Silvia – y nos hemos defendido como gato entre la leña. Pero fue Menem quien lo empeoró todo. Tienen que reconocernos las tierras que ocupamos ahora. Son de nosotros y nos las quieren quitar”.
“Con la dictadura nos pusieron bombas en las casas. Eso fue como en el 79 o el 80. Después en el 83 fui a hablar con (Raúl) Alfonsín y ahí se paró todo. Él me dijo que no me quedara en el molde, que siguiera haciendo trámites. ¡Pero si por todos lados te cierran la puerta! Yo siempre dije: De acá nos van a sacar, sí, pero en el cajón… no me iré aunque me vengan degollando. Me iré peleando con los milicos, así voy a morir”.
Las balas
Retomamos el tema de las agresiones. La familia mapuche de Clorinda Hualmes, que vive a escasos kilómetros de Silvia, también ha sufrido por parte del Ejército, saqueos y la destrucción total de su vivienda. Mientras caminábamos por el establo y la pequeña chacra de Silvia, comprobamos que a metros de su casa, incrustados en un tocón, perduran restos de balas de alto calibre. Es un tema muy sensible para ellos, del cual no hablan sin cierta indignación.
“Eso viene desde la guerra de las Malvinas, desde el 82- asegura Silvia-. Aunque siempre en estas pampas han realizado prácticas de tiro. Vivíamos aquí y las balas silbaban muy cerca de nuestras orejas. Por esa misma época fue también cuando reventaron las bombas y nos tiraron la casa de material abajo. Una vez se llevaron camiones llenos de madera y animales para los cuarteles. Habría que tener un lápiz y un cuaderno, o un grabador, para registrar robos con fecha y hora. Nosotros las pasamos muy mal acá. Pero si uno es nacido y criado en un lugar, uno es el dueño de su tierra. Sí o sí. Además de nuestros ancestros. Y le estoy hablando del 1800 y tanto que sé que nuestra familia Ranquehue vive en estos lugares. Por esos tiempos Bariloche no era lo que es ahora”.
El Nehuén
“Nuestra religión es la naturaleza. No adoramos a ningún Dios. Esa clase de religiones las trajo el winca. Nosotros tenemos el Nehuén, que en mapuche quiere decir ‘fuerza de la naturaleza’. El sol, Antú, es un astro. La luna, Quillén, también es un astro. Los mapuche respetamos las religiones y las historias ajenas, aunque no las creemos. En nombre de esas religiones entraron en nuestras tierras a hacernos las matanzas, a hacernos los robos, a hacernos las quitas de las tierras. Fíjese usted no más, cuando un presidente dice, y pone la mano sobre la Biblia: ‘Juro por Dios y por los santos evangelios, defender y amar a la patria…’, después de eso ¿qué sale haciendo? Todo lo contrario. Entonces, para qué jurar por Dios, si a Dios lo tienen como escudo. Es una burla, un escudo para hacer sus macanas, para robar al país, hacer desastres, cualquier barbaridad”.
“Che”
Hablamos sobre el origen de la palabra “che”, tan argentina como lo puede ser el tango. “Che es una palabra nuestra, significa ‘gente’ y de ahí es el Mapu (la tierra) –define Silvia-. Mapuche entonces es ‘Gente de la Tierra’. Le digo que hemos sufrido muchos atropellos, pero vamos a seguir luchando igual… nosotros decimos que esta es nuestra tierra. Y así es”.
Cae la noche en el valle Virgen de las Nieves y debemos partir. La memoria nos lleva otra vez al Centro Cívico de San Carlos de Bariloche, a la estatua de Julio Argentino Roca, con su cabeza ennegrecida y el flanco de su caballo donde quedó escrita la palabra exacta que lo estigmatiza. Muchas veces los próceres no suelen ser como los describe la Historia. La Historia escrita por los vencedores. Siempre existen otras, como la del pueblo de Silvia Ranquehue, por ejemplo, mapuches que aún no se dejan vencer.
* Investigación publicada por el Museo de Antropología de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. Año 2003.
** Fuente: La tinta

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