Fausto Jones Huala espera que, en cualquier momento, la policía pueda volver a detenerlo. “La cárcel y la muerte están dentro de las posibilidades de nuestra lucha”, dice y asegura que no tiene miedo. Su historia, la del día que mataron a Rafael Nahuel, y lo que espera para sus hijos.
Parece más chico Fausto Jones Huala. Parece más chico que los 24 años que tiene. Aún con el bebé de cuatro meses en brazos, con la hija de cuatro rondándolo, con el bolso preparado para volver a la cárcel o al campo, hacia la recuperación del territorio arrebatado por Benetton, aún con la boina calzada y con la amenaza de una inminente detención por parte de la policía, parece más chico.
Parece más chico, a pesar que a los nueve años durmió por primera vez al costado de la ruta, camino a alguna de las comunidades que visitaba con su hermano Facundo, buscando ampliar la conciencia sobre la necesidad de recuperar los territorios. Y que un año antes ya la policía lo había golpeado por primera vez. Tenía ocho años, y lo patearon en el piso.
Parece más chico a pesar que desde entonces casi no hubo un año en el que la policía no lo golpeara. Y que en enero de 2017 un disparo le provocó un traumatismo de cráneo y pérdida de la audición de uno de los oídos. A pesar de todo eso, Fausto parece más chico. Hasta que abre la boca y dice.
“La cárcel está dentro de las posibilidades. Yo sigo mi vida normal. La verdad que no me preocupa. Está dentro de las posibilidades. Si llega a tocar, me tocará nomás, y seguirá la lucha mapuche. No estoy escondido debajo de la cama”, dice, el bolso preparado.
Luego que la Cámara de Casación revocara la resolución de excarcelación en el marco de la causa por el asesinato de Rafael Nahuel, sabe que la policía puede llegar en cualquier momento. Sabe también lo que pasó en el comunidad Lafken Winkul Mapu, en Villa Mascardi, el 25 de noviembre pasado. Sabe que Rafael, su amigo, su peñi, se le murió en las manos. Recuerda que las balas de Prefectura también le pasaron cerca. Sabe lo que pasó y quiénes son los responsables de esa muerte. Sin embargo asume que en el “camino de lucha” que emprendió, puede volver a tocarle la cárcel.
“Lo único que me preocuparía es que me lleguen a buscar justo cuando esté con mis hijos, que ellos tengan que vivir una situación así”, dice.
Los diarios Clarín, La Nación, Río Negro, aseguran que lo están buscando, que no lo pueden encontrar. “Yo estoy donde siempre estuve. No estoy escondido debajo de la cama”, repite a En estos días, y espera.
“¿Miedo? No, nosotros es algo que decidimos hace muchísimo tiempo, lo venimos pensando desde el momento que recorremos las comunidades, conocemos las problemáticas y nos hacemos la idea de lo que puede pasar. Estamos en constante confrontación con el verdadero enemigo: el Estado, sus fuerzas represivas”, enumera, y de corrido explica: “La mayoría de los peñi y lamiens (hermanos y hermanas) que van al frente, que van al choque, que están dispuestos saben lo que puede pasar, saben que pueden enfrentar la muerte o la cárcel”.
Al igual que su hermano Facundo habla de la muerte con naturalidad, ya sea por el mandato de la espiritualidad mapuche o por la convicción de que se trata de un estadío de la “lucha de liberación”, cruzado como está su discurso por ideologías occidentales.
Esa síntesis entre mandato de sus antepasados e ideas de izquierda que encarna Fausto Jones Huala -y sus hermanos- fue decantando en los barrios periféricos de Bariloche. Allí, donde centenares, miles de mapuches, conscientes o no de su condición, padecieron y padecen la pobreza, el desarraigo, la estigmatización.
“Nos ha tocado a todos. Vivíamos en un barrio de viviendas en Bariloche, no muy pobre, pero sufrimos la pobreza. Yo empecé a trabajar a los once años”, dice, y recuerda como un hito personal y familiar el momento en el que Facundo “salió a recorrer las comunidades”. Fue el momento en el que del piquete urbano para reclamar por comida o trabajo, Facundo y sus hermanos comenzaron a encontrar en la historia de su familia la explicación de lo que le sucedió a su pueblo: desterrados y humillados, su situación se emparentó con la de miles.
En estos días: Decís “nosotros”, ¿te referís a vos, tu familia, muchos más?
Fausto Jones Huala: Somos muchos. En 500 años no pudieron doblegarnos. Luchamos para todos, para que nuestros hijos y nietos puedan vivir tranquilos. Hay que conocer la verdadera historia, hay que poder decir con orgullo “soy mapuche”. En las charlas en los fogones hablamos de estas cosas, desde hace mucho tiempo. Uno está dispuesto a dar la vida, a llegar a las últimas consecuencias. La cárcel o la muerte están dentro de las posibilidades. No tenemos miedo. Si uno anda con miedo es porque no está muy seguro de lo que está haciendo.
Los niños de fondo en la charla, que upa, que vamos, que qué pasa papá. “Quiero que mis hijos el día de mañana sigan peleando por lo que es nuestro. Que puedan vivir en el campo, conectados con nuestra mapu, con nuestra espiritualidad, nuestra cosmovisión, ojalá sin tanto problema como lo tenemos nosotros”, dice Fausto, y repasa el historial de golpes que recibió de la policía, desde que tenía ocho años. La primera vez fue en un invierno de principios del siglo. El frío había matado a un hombre y el barrio exigía políticas sociales en la puerta de la Municipalidad. Sus hermanos Facundo y Fernando fueron detenidos. Empujones, gritos, y la primera golpiza. Fausto con ocho años abrazó a su hermano para que no se lo lleven.
Catorce años después, un 25 de noviembre de 2017, Fausto abrazaba a Rafael Nahuel, bajando la montaña, pidiendo a los gritos asistencia para el peñi que se le moría en las manos.
“Rafa nos decía que lo dejáramos, que sigamos, pero no podíamos hacer eso”, recuerda. Cuando lo vio herido, junto con Lautaro González improvisó una camilla y lo bajó hasta la ruta 40, donde los mismo Albatros que dispararon contra la comunidad, lo esposaron y detuvieron.
“No podíamos dejarlo ahí. Lo empezamos a bajar, pero a mitad de camino ya no hablaba, estaba frío”, Fausto, los puños cerrados de la bronca.
Dos días antes del asesinato de Rafael Nahuel, ambos habían pasado la mañana y la tarde en la puerta del edificio de la Policía Federal, pidiendo la liberación de las mujeres y niños detenidos durante el desalojo de la comunidad de Villa Mascardi. Allí se enteraron que algunos integrantes seguían en el territorio, y habían tenido que huir hacia el alto de la montaña. Decidieron llevarles alimentos.
El viernes 24 llegaron al lugar, compartieron fogón y charlas. El sábado 25, a la tarde, “de repente no escuchamos nada, se hizo como un silencio, y decidimos bajar a ver que pasaba. En la parte alta, nos cruzamos a los Albatros. Fue decir 'alto' y un segundo después lo único que hicieron fue disparar. Los teníamos a 6 o 7 metros de distancia. Empezamos a subir, llegamos a una parte más plana y les empezamos a tirar piedras. Era lo único que teníamos”.
Fueron “varios minutos de estar peleando con los Albatros. Tenían un arma que largaba pintura y las ametralladoras. Si dejábamos de tirar piedras nos agarraban. De repente no se escucharon más tiros, bajamos un poco a ver y ya no estaban los Albatros. Estaba Rafa tirado”. El resto de la historia es conocida.
Fausto no se mueve una palabra de lo que le dijo al juez Gustavo Villanueva durante la indagatoria que le tomó un par de días después de la detención. Que “no hubo enfrentamiento”, que “no había armas en al comunidad”, que “los Albatros dispararon un montón de tiros”. Después de cuatro días Villanueva lo excarceló, aunque la causa sigue caratulada como NN s/muerte dudosa. A pesar de todas las pruebas, testimonios recogidos, pericias y la inspección ocular, aún no hay miembros de Prefectura imputados ni indagados.
Hace pocos días la Cámara de Casación decidió revocar la excarcelación, acusando a Jones Huala y Lautaro González de atentar contra el sistema democrático. La medida fue apelada, pero mientras tanto Fausto espera que en cualquier momento la policía vuelva a detenerlo.
Espera en su casa, en su lugar de siempre, ni escondido ni abajo de la cama, con el bolso preparado, con su hijo de cuatro meses en brazos y la nena de cuatro rondándolo, con su cara de pibe más chico, con su palabra de weichafe.
* Publicado originalmente en En estos días