Rosa Grilo sobrevivió en 1924 a la matanza de 500 indígenas organizada por el Estado argentino. Su testimonio es clave en un juicio por delitos de lesa humanidad aún impunes
“Parece que me da miedo”, dice Rosa Grilo cuando se le pide que recuerde. Está sentada bajo un algarrobo frente a su casa de ladrillo sin revoque y techo de chapa. A sus más de 100 años (no sabe exactamente cuántos), sus ojos pequeños se iluminan y mueve con energía las manos cargadas de anillos al hablar de su familia. Pero baja la voz cuando vuelve al momento en el que llegó aquel avión que trajo la muerte a su infancia. “Se asusta uno, porque parece que está viniendo [el avión], por eso no quiero hablar de la matanza. Ya pasó, ya pasó. La gente que murió, criaturitas como estas [señala a una niña] las mataban. Le largaron la bomba”, relata.
Rosa prefiere no explicar cómo murió su padre, miembro de la etnia qom que cayó en una matanza con al menos otros 500 indígenas que en julio de 1924. Se habían declarado en huelga por las malas condiciones de vida y laborales en la reducción (poblado organizado por el Estado para trabajar la tierra expoliada a los indígenas) de Napalpí, en el Chaco argentino (norte del país). Aquel crimen quedó impune. Un fiscal impulsa ahora un juicio por la verdad en aquel suceso. Y, por primera vez, el relato de Rosa se escucha.
Rosa Grilo es la última sobreviviente de la masacre de Napalpí, que acabó con la mitad del millar de habitantes del poblado. Los recuerdos que la atormentan son muy antiguos, pero es ahora cuando ha decidido contarlos. Era una niña cuando el 19 de julio de 1924 policías y terratenientes de la zona dispararon y remataron con machetes a familias enteras que se negaron a seguir trabajando en las plantaciones de algodón de la reducción, por algo de ropa y vales que no podían convertir en dinero. Eran los tiempos de la avanzada supuestamente civilizadora, cuando los indígenas pasaron de ser dueños de la tierra a mano de obra barata y explotada. En la cabeza de Rosa aún suena el avión desde el que arrojaban comida a los indígenas en huelga para que saliesen del monte. En el descampado recibían las descargas de los fusiles Winchester, que en la cabeza de Rosa resonaban como una "bomba".
“Pensaban que era mercadería. Y dice mi abuelito: ‘No vayan, porque ese está llevando la bomba, vamos a huir. Fue la gente a buscar la mercadería, y cuando están todos juntos largan la bomba. Los que buscaron murieron, nosotros nos salvamos porque mi abuelito no quería que fuéramos, había criaturas. Ellos escaparon, mi abuelito, mi abuelita, mi mamá. Menos mi papá, a él lo agarraron porque quedó ahí. Y nos quedamos en el monte y mi abuelito fue a buscar a no sé dónde para poder comer”, recuerda. Rosa habla con lucidez, con un vaso de vino a mano, y responde con un “más vale” a preguntas que cree divertidas. Su familia calcula que tiene al menos 105 años. Su casa es humilde y hasta hace una semana no tenía electricidad. Cuando el calor arrecia, Rosa duerme bajo un árbol, protegida por mosquiteras de tul que ella misma cose.
Su testimonio se ha sumado al expediente en el que el fiscal en derechos humanos Diego Vigay trabaja desde hace unos años y que presentará antes de fin de 2018 a un juez. Si prospera, el Estado deberá avanzar en un juicio por la verdad, en el marco de una investigación por delitos de lesa humanidad. “Las voces de los testigos son muy importantes. Y que la justicia esté dispuesta a escucharlos ya es un acto de reparación, porque estamos ante un largo proceso de invisibilidad”, dice Vigay. Esa invisibilidad tiene múltiples protagonistas. Por un lado el Estado de 1924, por la implicación directa en la matanza, y el de ahora, por amnésico. Por el otro los sobrevivientes y sus familias, siempre calladas, ya sea por temor o resignación. “Napalpí fue siempre un tema tabú para las familias y los testigos se mantenían en silencio. No dimensionan el valor histórico de esos testimonios”, explica Vigay.
La versión oficial de la época, reflejada en la prensa, fue que no hubo matanza, sino un enfrentamiento entre aborígenes. La policía, entonces, solo puso orden al desorden. La verdad histórica fue bien distinta y dejó heridas profundas y perdurables. A la matanza le siguieron meses de persecución a los sobrevivientes que, como Rosa, se habían ocultado con sus familias en el monte. Así lo contó ya entonces el exdirector de la reducción Enrique Lynch Arribálzaga, en una carta que envió entonces al Congreso: “La matanza de indios por la policía del Chaco continúa en Napalpí y sus alrededores. Parece que los criminales se hubieran propuesto eliminar a todos los que se hallaron presentes en la carnicería del 19 de julio (...), para que no puedan servir de testigos”.
La oposición socialista exigió al Gobierno del radical Marcelo Torcuato de Alvear que investigase lo ocurrido en el confín del norte, pero nada ocurrió. Los policías interrogados repitieron como un mantra el mismo testimonio defensivo y los terratenientes algodoneros, promotores de la cacería de indígenas, se escudaron en la necesidad de proteger la avanzada criolla en la conquista del Gran Chaco. “Fue en ese contexto que se crearon las reducciones como Napalpí. Lynch Arribálzaga las proyectó basándose en el sistema estadounidense. Eran territorios acotados donde se concentraba población indígena que era utilizada como mano de obra para actividades agrícolas y forestales. Tenían un administrador puesto por el Estado y los indígenas cobraban teóricamente un porcentaje de lo que se producía”, explica Mariana Giordano, historiadora e investigadora principal del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.
Giordano se ha acercado a Napalpí a través de las fotografías del etnólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche, conservadas en el Instituto Iberoamericano de Berlín. Así descubrió la imagen del avión cuyo sonido aún atormenta a Rosa. “En ella, Lehmann-Nitsche escribe en alemán ‘avión contra levantamiento indígena”, explica. En otras fotos se ve a indígenas con un pañuelo blanco anudado en el brazo, señal de que “eran de los buenos”. Estos pertenecían en su mayor parte a los vilela, una etnia que pactó con los criollos e hizo trabajos de vigilancia en las reducciones. El resto eran qom y mocovíes, como Pedro Balquinta, muerto en 2015 con 108 años y el que se creía último sobreviviente hasta que se conoció el testimonio de Rosa.
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En el hallazgo de estas voces tuvo mucho que ver Juan Chico, director de la Fundación Napalpí y sin duda el hombre que más ha hecho por salvar del olvido lo ocurrido. Chico se reunió con Rosa en su casa antes de acercarla al fiscal. “La protesta de Napalpí fue en busca de mejores condiciones de trabajo, pero no tuvo el eco necesario. Al contrario, los indígenas fueron estigmatizados por la sociedad de la época, que empieza a acusarlos de supuestos saqueos y asesinatos de familias enteras”, explica. Sus investigaciones son la médula de la reconstrucción histórica y ahora judicial de la masacre, basada en el testimonio de las familias de los muertos y el visto y oído de las comunidades.
Todos saben, pero nadie investigó, que cerca de lo que hoy se llama Colonia Aborigen hay una fosa común. Ahí están enterradas las víctimas de Napalpí. Expertos del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAS), el mismo que trabajó en la identificación de los soldados argentinos sin nombre enterrados en Malvinas, está listo para realizar exhumaciones en el lugar, en cuanto el juez lo pida. “La excavación es viable. Intentaremos establecer un número mínimo de individuos y en lo posible dar rangos de edad y de sexo e indicios de la causa de las muertes”, dice la antropóloga Silvana Turner, del EAAS. Una identificación será compleja, pero se podrá reconstruir lo qué pasó en Napalpí. “No estoy mintiendo yo, lo que pasó, pasó”, recalca Rosa a la sombra de su algarrobo. El Estado argentino debe ahora saldar su deuda.
* Publicado originalmente en EL PAÍS